Isidro Fernández Cordero

Almonte
Huelva

Pola de Siena (León) 1895 – Hinojos (Huelva) 1936

Nací en Pola de Siena (León), en 1895, cuando el siglo XIX cumplía su ciclo. Años difíciles para nuestro país, aunque vivíamos en la ilusión utópica del cambio. Entrar en el XX nos pareció que aportaría nuevos aires de libertad y bienestar. Mi padre Ángel y mi madre Luz Divina, eran gente humilde que vivían de lo que el campo y una piara de borregas les aportaba. Tuve un hermano: Bartolomé. Mi madre y mi hermano quedaron en Pola y mi padre y yo, bajamos a Andalucía, a Almonte. Nos instalamos en El Rocío, donde parecía que los pastos, el trabajo y nuestra vida se nos planteaba más fácil. Yo tenía entonces unos siete años. Todo aquello rompió mi vida, aunque me adapté bien y pronto empecé a trabajar con mi padre cuidando borregas y sacando el ganado al pastoreo. Entonces teníamos pocas cabezas de ganado. Una enfermedad se llevó a muchas de las borregas que teníamos ante nuestra impotencia. Los pastos en aquella zona eran muy buenos y empezamos con la crianza de más animales. Exploramos las marismas y el Coto de Doñana, del que extraíamos gran parte de nuestro sustento. Con los días, me hice un experto en la caza furtiva, solo para la alimentación de mi familia, y me movía en la oscuridad de sus matorrales con ojos de gato montés.

En mis años mozos, me enamoré de una joven, guapa, de pelo moreno y largo, ojos negros de mujer gitana y la gracia del desenfado y la ingenuidad. Era mujer frágil y robusta a la vez, trabajadora y compañera, que siempre se mantuvo al margen de mis avatares políticos. -Isidro, ten cuidado, que los tiempos no están para señalarse tanto, ten cuidado que el mal esta presente y nos acecha.

Mi abuela desde que la recuerdo, era una mujer vital, con mucha fuerza: cargaba haces de leña de las “enrama” de las casas del Rocío. La piel la tenía fuerte, con múltiples manchas rojizas, pero envejecida. La cabeza se la cubría con un pañuelo negro, pero a veces, en la intimidad de su choza, descubría un pelo blanco con un moño que le daba un aspecto de mujer frágil y sensible.

Me casé joven con María Vargas de la Torre, Mariquita la Chichara. Tuvimos cinco hijos (cuatro hijas: María, Luz Divina, Ángela y Salvadora y un hijo: Isidro). Cinco soles, alegres, traviesos y juguetones. A mi hija Ángela y a mi hija Luz, les encantaba que cuando llegaba del campo, les diera un paseito con el mulo. Se metían cada una en un serón de esparto, que llevaba para transportar los aparejos y los aperos de labranza. A pesar de lo incómodo del viaje, el movimiento de los serones sobre el mulo al andar, les parecía divertido y dábamos una vuelta por la calle el Sacrificio, rodeábamos el Charco la Mujeres y volvíamos a entrar por la calle Sanlúcar, cerca de la Boca del Lobo. Mariquita me reñía, porque las niñas se rozaban los bracitos en el serón de esparto; pero a ellas no les importaba y me llenaban de besos y casi no me dejaban desaparejar el mulo.

– Tu abuelo era muy político, disfrutaba hablando de política con algunos amigos. Con pocos, eso sí. Aunque nunca se metió con nadie –me contaba mi abuela Mariquita, mientras sacaba las hallullas del horno. La choza del Rocío era de las antiguas y vista desde la actualidad muy típica. Construida de adobe, con el techo de bayuncos y brozas a dos aguas. Entrabas en una zona abierta que daba a las cuatro habitaciones: una de ella era una cocina improvisada con anafe y carbón. Separadas por unas cortinas, que le servían de puertas. En la entrada estaba a la derecha una mesa camilla y algunas sillas de enea, donde estábamos la mayor parte del tiempo. Los juncos y las brozas del techo filtraban la luz del día y el suelo se cubría de puntos luminosos que cambiaban de sitio de forma caprichosa. Perseguir la luz era uno de los juegos más distraídos de la siesta. La luz era espesa y consistente.

María llevaba razón, el guarda del Coto de Doñana, se sentía incapaz. No pudo alcanzarme en mi furtiveo. La gente de la zona, necesitábamos los alimentos que la Marisma y Doñana aportaban a la escasa y pobre dieta local. En la Choza del Acebuchal, nos reuníamos para hablar de política y para organizar algunas movilizaciones en defensa de la República, de la democracia y de la libertad. Éramos pocos, en El Rocío ya se sabe, pero pudimos hacer muchas cosas juntos.

El solar de la actual Hermandad de Sanlúcar, era entonces una choza nuestra. Cuando nos trasladamos a la calle Sanlúcar, tu abuelo la utilizaba para sus cosas. Después la tuvimos que vender por una perra gorda -cantaba mi abuela mientras daba de comer a una piara de pollitos relucientes que la perseguían por el corral como a una madre.

Recuerdo que en las paredes de la choza, teníamos una bandera republicana, que había bordado María, y un cuadro de Carlos Marx. Desde allí organizamos una pequeña manifestación de apoyo a la República, éramos pocos, pero dimos una vuelta por las calles principales del El Rocío. Mi hija María y mi hija Luz, vestiditas con un traje rojo que les hizo Isabel la Coraje, presidían la marcha con la bandera republicana. Después supe que aquello no sentó bien a los sectores más reaccionarios de la aldea y que esto se sumó a la rabia que el Guarda del Coto y algunos falangistas me tenían.

Yo sabía leer y escribir, me enseño mi padre, y esto me sirvió para que me nombraran Secretario General de las “Izquierdas” de El Rocío, algo que llevé con mucho orgullo, hasta el día de mi asesinato. Cuando se inició el Movimiento, la preocupación de mi familia se incrementó. Yo tenía mi conciencia tranquila, porque no había hecho daño ni mal a nadie.

-Pero María, ¿yo como me voy a ir a esconderme a ningún hato, si yo no he hecho nada? Mi amigo Agustín, también me insistía en que tuviera cuidado, pero yo estaba tranquilo.

-Yo nunca supe a qué partido pertenecía tu abuelo. Sé que era de Izquierdas. Por eso lo mataron esos criminales. Antes de casarnos, él me hablaba de política, de las cosas malas que estaba pasando, de la República, de Azaña… Conseguía ponerme nerviosa. Nosotros nos habíamos criado en Almonte, cerca de la kábila y no pudimos ir a la escuela. Tuve que aprender las cuatro reglas después de muerto para buscarme la vida con el horno de leña.

Cuándo las tropas entraron en Almonte, sobre el 25 de julio, la presión aumentó en mi entorno. Me fui varios días a la marisma a recoger el ganado y alejarme de la angustia que transmitía el ambiente.

-María cuando pase esta atmósfera mala, me lo mandas a decir con Juanillo el Largo, para que vuelva a casa –le dije antes de partir.

Pasaron dos días y no recibí ninguna noticia, la inquietud y el miedo se apoderaba de mí, así que cogí el mulo, lo aparejé y me volví. Ya en el camino los Tanajales, a poco de El Rocío, me encontré a Agustín que me avisó de que dos guardias civiles habían estado preguntando por mí a Mariquita. -¡Ten cuidado, Isidro! No te fíes de esta gentuza-, y nos despedimos. Eso no hizo más que aumentar mi inquietud, mi mujer, mi niñas, mi hijo, mi casa… algo extraño se ceñía a mi alrededor.

Mi tía María me contó, que abuela estuvo esos días muy nerviosa. Cuando se enteraba que alguien venía de la marisma, se encajaba en su casa y le preguntaba. -¿Has vista a Isidro? Estos días fueron de eterno sin vivir. El Largo había desaparecido y no teníamos comunicación con nadie.

Cuando llegué a casa todos estaban bien. Pero María me dijo: -Vinieron dos guardias civiles de Almonte, me preguntaron por ti y les dije que estabas en la marisma recogiendo el ganado y si mediar más palabras se fueron. Poco después me enteré que el guarda del coto tenía instrucciones de buscarme y llamar al cuartel, si me veía. En aquellos momentos no comprendía esta persecución: no había hecho mal a nadie. Al día siguiente, se presentaron en mi choza de nuevo dos guardias civiles y me dijeron.- Isidro, tenemos orden de comunicarte que te presentes en el Ayuntamiento de Almonte que te tienen que hacer unas preguntas. ¿Preguntas? ¿de qué? Nosotros no sabemos, pero que te presentes.

-Me puse como las locas. Ya está. Estos criminales vienen a por ti. Por dios, Isidro, no te presente. Vete a la marisma o a dónde sea. Escóndete donde puedas, pero no te presente… le decía yo al borde de la desesperación. Pero nada hijo, este hombre era tan bueno que se presentó y ya ves – Me contaba mi abuela con la cara pálida pero con irritación.

María, Agustín y los vecinos, me recomendaron no acudir. -Isidro ten cuidado, que esos tíos me dan muy mala pinta. Son dos falanges y ahora vienen camuflados de guardias civiles. Ten cuidado. Me suplicaban, pero no atendí. -Escóndete en Hato Villa, que allí se ha ido mi hermano Manuel, hasta que pase este movimiento, me decía Agustín. -Pero vamos a ver mujer, yo no tengo nada que temer, seguramente me harán algunas preguntas sobre el furtiveo, sobre el ganado o sobre la marisma… ¿tu no ves que Manuel González, me tiene ganas?

Mi abuela tenía razón, lo llamaron para matarlo. Lo mataron sin mediar nada entre la intensa luz de la Marisma y el oscuro fin de la injusticia. Sin juicio, sin cargos, sin amparo, sin nada de nada. ¡Como a un perro mataron a mi pobrecito! ¡Partía de criminales! Estas frases retumbaban en mi mente, ya de mayor se las oía a mi abuela, a mis tías y a mi madre. Cada vez que las pronunciaban el aire quedaba cortado en dos. –Hijo, ustedes no contarle esto a nadie, que todavía, esos criminales andan sueltos por ahí.-nos recomendaba mi tía María.

Cuando aparejé aquella mañana a Lucero, intuí algo, el perro no hacía más que ladrar y los niños se despertaron muy temprano, hasta Salvadora que era la más dormilona, se levantó para despedirme. Di un beso a todos mis niños y me abracé a María, que lloraban como una “Magdalena”. Aquello me partió el corazón, dejar a aquellos angelitos, que me tiraban del pantalón. ¡Papá no te vayas! ¡Papá te queremos! ¡Acuérdate de nosotros! Como olvidar aquella escena. Como olvidar el amor de mis niñas, como olvidar a María, como olvidar mi vida, como olvidar mi felicidad, como olvidar aquella angustia cruel que me partía el alma…
Mi madre enloqueció. Se llevó más de tres meses llorando de noche y día. No echaba cuenta en nosotros, no nos hacía de comer, no se preocupaba si habíamos comido o no. ¡Mi pobre madre se llevó más de tres meses chillando! Ella, la pobrecita mía, fue tan víctima como él. Nosotros éramos pequeños. Yo tenía doce años y tu madre diez – Me contaba mi tía con lágrimas en los ojos.

Llegué al ayuntamiento de Almonte pasado el medio día. Esperé en la entrada y de forma violenta, dos falanges me metieron en el despacho del alcalde. Estaba vacío, solo un cuadro de José Antonio, me miraba increpándome. Me sentí intimidado por aquella mirada. El escudo de falange, estaba a mi izquierda. Sentí escalofrío y el ambiente que respiraba estaba enrarecido. Oí que alguien lloraba en una habitación cercana. Su llanto desgarraba el alma. Creí conocerla, era Frasquita que preguntaba por su hermano. Después la vi al salir, estaba pelada a rape y su cara reflejaba un gran dolor. Frasquita era una buena mujer, una mujer republicana.

Sin pregunta y de malos modos me llevaron a la cárcel, que estaba en la esquina de la calle Alcantarilla con Martín Villa. Me metieron en una celda de unos dieciséis metros cuadrados con veintiuna personas, todas del pueblo, menos tres bollulleros. Después de algunas preguntas: ¿Has defendido la República? ¿Has militado en algún partido revolucionario? ¿Desde cuando eres furtivo? ¿Cómo haces para que Manuel no se entere ni por donde andas en Doñana a pesar de su experiencia? ¿Quién organizó la manifestación en El Rocío? No contesté a ninguna, en aquel momento comprendí que daba igual, que mi destino estaba cerca, que no importaban las respuestas.

Sin comprender la razón, a los tres días me pusieron en libertad. Cuando me fui, ya éramos quince. Volví a casa con un caballo que me prestó mi primo Salvador. Lucero había desaparecido, un falange lo vendió mientras estuve preso. El caballo me llevo al galope y llegué al Rocío de madrugada. María estaba despierta y mi Luz también. Se pusieron a llorar y me preguntaron que qué me habían hecho esos criminales. Las tranquilicé y pretendí que comprendieran que yo llevaba razón, que fue una cosa de puro trámite. No he hecho nada y ellos lo han comprendido. No podía olvidar lo que sentí esos días y no les comenté mis presentimientos. ¡Estos han enloquecido!

A los pocos días, me enteré por Manuel la Coraje, que Manuel González había pedido que me volvieran a coger, que cómo se les había ocurrido ponerme en libertad, que yo era una persona peligrosa y que había defendido a la República públicamente. ¡Son una familia de rojos! Era tremenda la animadversión de aquel hombre. Nunca sentí desprecio por nadie, pero sentía escalofrío cuando lo veía o me hablaban de él. Me fui a la marisma a recoger el ganado, que estaba desperdigado, había estado abandonado una semana. Encontré a algunos, casi la mitad de las borregas habían desaparecido o mejor me las habían robado. Dos yeguas que tenía en la madre, las vi en la cuadra de uno de falange, José Antonio. Las gallinas las había recogido María y de los cuatro cochinos, solo pudimos meter en el corral a dos.

Al bajar del caballo, vio a Manuel González y este le espetó: ¡Ah! ¿Pero todavía estás aquí? Creí que te habían matado. -Valiente criminal –dijo mi abuela y se metió en la choza.

Esto me llevó casi tres días en la marisma. Cuando llegué a la choza, encontré a María muy nerviosa. Los falanges habían vuelto a por mí. -Isidro por favor, haz lo que te dijo Agustín, vete con su hermano a Hato Villa. Pero bueno, ¿qué quieren otra vez? -Que te presentes de nuevo en el cuartel de la Guardia Civil en Almonte, que tienen que volverte a preguntar algo, no me han dicho qué. Aquella misma noche se presentaron por mí. Nos montamos en el camión, Juan, José, Agustín y yo. Todos decíamos de tirarnos del camión y perdernos en el monte, pero solo lo hizo Juan. Detrás de él, salió José Antonio con un caballo, que venía escoltándonos desde El Rocío, pero en la huida, el caballo cogió un hoyo y se partió una pata. Juan se salvó.

Nosotros llegamos al cuartelillo y directamente, después de interrogarnos y maltratar a Agustín con un culatazo de escopeta, nos llevaron de nuevo a la cárcel. Allí estaba solo Ángel el “almonteño” y Frasquita la “Charamusca”. Entramos en la cárcel, intuí la muerte, allí olía a muerte, el ambiente era espeso y las paredes rezumaban el frío helado del momento. Sin pregunta, sin causa, sin juicio, sin inscripción, fuimos directos al fusilamiento.

Mi abuela Mariquita, no tuvo tiempo de decirle a mi abuelo, que estaba embarazada de tres o cuatro meses de un sexto hijo. Abortó en la calle General Mola y hasta los dieciocho días no expulsó la placenta. Cuando vio a mi abuelo en la cárcel, ya había abortado y tenía la “placenta en el cuerpo”. En estas circunstancias, loca, salió de la cárcel de la calle Martín Villa y fue a ver al alcalde y al Cuartel de la Guardia Civil. –Lo tenemos encerrado para matarlo. ¿Pero él que ha hecho? Nada, lo matamos por sus ideales. Mira si viene el camión por ahí-ordenó a otro guardia.

Era oscuro, pero no sabíamos si era madrugada profunda o amanecer. Por la calle Alcantarilla, escuchamos un murmullo, alguna voz me resultaba conocida. Escuché decir: A Isidro, lo mato yo –me pareció la voz de José “el Gato”. Agustín y Frasquita me lo corroboraron. Una lágrima me cayó en la mejilla, la sentí cercana a la boca. El camión esperaba en relentín en la calle. Cuando nos montamos en el camión, la madrugada era intensa y fría. La oscuridad de la calle se apoderó de mí y sentí dolor por mis niñas. ¿Qué sería de ellas? Sentí miedo por los míos y múltiples preguntas se agolpaban en mi cabeza. No pude responder a ninguna. Aquella locura era incompresible. Ni Frasquita, que lloraba intensamente, ni Ángel, ni Agustín, ni yo pudimos articular palabras. En silencio, inmóviles y con los músculos agarrotados, nos montamos en el camión sin rechistar. Aunque oí decir a una voz que no conocí: ¡ahora os vamos a dar vuestro merecido! ¡rojos de mierda!

El camión arrancó lentamente, la calle estaba desierta y solo pudimos ver a dos borrachos que volvían a casa, después de la anterior saca. En la plaza del pueblo se anunciaba a los que iban a ser fusilados aquella noche y se pedían voluntarios. Siempre había alguien que se ofrecía. Antes de los fusilamientos, te daban un bocadillo y un litro de vino. Después le pagaban el jornal, una peseta, que cobraban directamente en el cuartel de Falange. Situado en la plaza Virgen del Rocío, en la segunda planta, de lo que hoy conocemos como Loma del Mar. Allí tenían las listas de fusilamientos, hacían los pagos a los asesinos, acumulaban lo que robaban a los “rojos”, metían a las mujeres para raparlas, maltrataban y violaban a las que olían a rojas o eran mujeres rojas o tenían algún vínculo con algún “revolucionario”, allí tenían el aceite de ricino y acumulaban el agua que de forma absurda hacían sacar del pozo de las Cruces. -Me llevé ocho horas sacando agua y tirándola al pozo de nuevo, me decía María de los Santos.

Conforme nos alejábamos del pueblo, nuestro final era más tangible. Era un lugar desconocido para nosotros, pero con destino cierto: la muerte. En los Pinares de Hinojos, nos bajaron, nos empujaron, nos quitaron lo que llevábamos: A Agustín un paquete de tabaco, a Frasquita un cordón de oro de la Virgen del Rocío y a mi una petaca de tabaco y una cartera con tres pesetas. ¿Esto es lo que traéis, rojos de mierda? -grito alguien enfrente nuestra. No le conocí. No me pareció de Almonte.

Con un pino gordo de soporte, nos pusieron en fila; Ángel y Agustín a mi izquierda y Frasquita a mi derecha. Estaba casi amaneciendo, aunque el sol temeroso, no se atrevía a iluminar nuestro lecho de muerte. Me pareció cómplice. Aquellas caras de color negro, necesitábamos verla y que se vieran ellos mismos. No fue posible. Oí un disparo fuerte frente a mí. La luz me cegó. El destello amarillento- naranja del disparo impregnó mi retina e invadió mi cerebro, saturando mis pensamientos.

La muerte se apoderó de nosotros. Ángel y Agustín cayeron los primeros. A Frasquita le oí gritar: ¡Viva la República! A mi se me nubló la vista y el disparo certero me partió el corazón. Caí en la tierra fría y algo mojada. En aquel momento empezó a llover. Recordé en un instante mi vida, pero como un paisaje fijo, se instaló en mi cabeza aquella fotografía sepia que colgaba del palo de la choza, donde estábamos todos: María de pie, las niñas sentadas delante y mi hijo Isidro en mi rodilla. El chirimiri diluyó nuestra sangre y fuimos trasladados y enterrados en el cementerio de Hinojos en una fosa común.

Era el 4 de septiembre de 1936: fuimos asesinado por la cruel intransigencia del fascismo, en los pinares de Hinojos y enterrados en una fosa común del cementerio. En otro septiembre renaceré y seguiré en la lucha. Los que nos Gobiernan no deben olvidar que lo hacen sobre la sangre y el sufrimiento de muchos de nosotros. Si olvidáis lo que fuimos, vuestros Gobiernos serán democráticos, pero legitimados en el Olvido, sufrirán el desprecio de nosotros mismos. No podemos fortalecer la Libertad y la Democracia, sobre el Olvido y la Sangre derramada de miles de personas inocentes.

Somos DESAPARECIDOS, no fuimos inscritos, enterrados en una fosa común desmantelada por gobiernos democráticos que no han tenido interés por su búsqueda. Gobiernos de izquierdas, que paradójicamente, no han tenido el impulso para esclarecer los hechos de más de doce personas que aún permanecemos tiradas en el frío suelo de un cementerio. En el inhóspito cubículo de una fosa común. Desaparecidos. Enterrados. Olvidados.

Mi abuela María, intentó rehacer su vida, con la dificultad y la presión de ser mujer de un “rojo asesinado”. Lo peor que se podía ser. Mi madre y mis tías, fueron humilladas y rechazadas. No pudieron ir a la escuela y desde muy pequeña, con doce años, tuvieron que ganarse la vida sirviendo a esa clase dominante, a los vencedores. Al poder que había matado a su padre. Hay mayor humillación para una criatura de doce años y además: mujer.
-Aunque el señorito era muy bueno conmigo, me trataba bien y no le gustaba verme llorar –me contaba mi madre.

-¡Luz hija, esas son las cosas de la Guerra! Tú eres muy niña para acumular tanto dolor. Eso no te viene bien. Ten cuidado, no vayas a volverte loca como tu hermana Salvadora. ¡La pobre!, ya le han puesto dos veces las corrientes –le decía don Luis para tranquilizarla.

-A pesar de todo, aquellas palabras no me reconfortaban pero… qué hacía, dejar de llorar – me contaba mi madre resignada.

En mi familia, toda la vida se ha llorado la muerte de mi abuelo Isidro. Siempre estuvo presente en nuestras vidas. -¡Quien se muriera! –decía mi madre continuamente. Aún hoy, con una enfermedad de Alzheimer, sigue con gestos de recuerdo y dolor por la muerte de su padre. Si intuye que hablamos de la Guerra Civil o algo de abuelo, las lágrimas siguen aflorando en sus ojos. En silencio, eso sí. Jamás superó que a su padre lo mataran esos criminales. Todas estas vivencias han calado en nosotros de forma permanente. Ya de mayor, pudimos preguntar e indagar sobre la figura de mi abuelo. Una pena, perdimos un tiempo precioso.

Mi abuela se buscó la vida. Con la ayuda de su primo Salvador construyó un horno de leña en el corral, que le costó treinta duros. Pidió ayuda a su cuñado Bartolomé y no se la prestó. Este vivía en Coria del Río. No se casó, vivió solo y murió en El Rocío, “malo de mujeres”.

Entre lo poquito que sacaba del pan y lo que le mandaban sus niñas, pudo salir adelante. Una noche entró por el corral Andrea la Rosita, que en paz descanse, y le quemaron el horno y la leña, y se llevaron el pan que tenía hecho para el día siguiente. Andrea era su prima, pero siempre se alegró de la muerte, los fusilamientos y los asesinatos. Pregonaba por las calles, los que habían caído la noche anterior.

Mi abuela murió con el dolor del asesinato de su marido, pero con la dignidad y satisfacción de luchar para sacar adelante a su familia, sin dar su brazo torcer. –Esos criminales, querían que yo firmara que tu abuelo había muerto de forma natural. Pero serán “malinos” y bandidos, cómo querían que yo firmara una cosa tan grande. Si a tu abuelo lo mataron, al pobrecito mío, como a un perro. No quiero nada de ellos, aunque no tenga ni un “pescolo” de pan para llevarme a la boca –gritaba mi abuela Mariquita.

-A la derecha, no la quiero ni en pintura. Son todos iguales. Yo soy de izquierdas, de lo que era tu abuelo.

Ciertamente mi abuelo Isidro nació varias veces, en septiembre, mes de su fusilamiento, volvió a renacer para siempre y se instauró el deseo y la fuerza de sus reivindicaciones. Actualmente, después de las investigaciones realizadas por la familia, por el testimonio oral de mayores de Almonte y El Rocío. Conocemos todas las circunstancias del asesinato de mi abuelo Isidro. Conocemos el nombre de los falangistas que llegaron a casa de mi abuela, del guarda del coto que lo persiguió y lo denunció, de la persona que salió detrás de Juan con el caballo, del que asesinó aquella noche a mi abuelo y el resto de los que formaron el pelotón de fusilamiento. A la mujer del asesino de mi abuelo, mi abuela le cosió un vestido verde y ella comentó: -¡Ahí! Si Mariquita supiera que mi marido ha matado al suyo…

Las palabras que pongo en boca de mi abuelo en aquellos terribles y definitivos momentos, así como los sentimientos que describo en su nombre, son fruto del dolor y del cariño que me han llevado a preguntar, a conocer y a intuir cada palmo de lo sucedido. Y recuperando su historia, sueño que su sufrimiento desaparecerá.

Queremos agradecer a D. Francisco Espinosa Maestre. Historiador e investigador de los hechos ocurridos en Huelva. Gracias a su libro: “La Guerra Civil en Huelva” hemos sido capaz de preguntarnos y seguir investigando el paradero de mi abuelo, que figura en la lista de los desaparecidos de Almonte. ISIDRO FERNÁNDEZ CORDERO. 41 años. CAMPO.