Pedro Garfias

Salamanca

(Salamanca, 1901-Monterrey, México, 1967)

NÁUFRAGO DE VERSOS Y TABERNAS

El poeta salmantino, aunque siempre se consideró andaluz, resume el epílogo más triste de las biografías de exiliados. Durante los años de la vanguardia protagonizó las veladas ultraístas y los versos más canallas; en la guerra se convirtió en uno de los poetas soldados que escribirían la batalla en los romanceros que memorizaban casi como rezos los que estaban a punto de morir. Pedro Garfias comenzó su exilio en Inglaterra con amargura y soledad. Fruto de su primera experiencia de desterrado es Primavera en Eaton Hastings, donde residen probablemente algunas de las páginas más brillantes de la poesía del exilio. Fue uno de los viajeros del Sinaia, donde compuso el poema Entre España y México, himno del destierro. En México, fue conferenciante, recitador y frecuentador de tabernas.

Solían verlo platicar con fantasmas en las tabernas de México. ¿Con quién hablaba Garfias noctámbulo y desmelenado en la madrugada? Era un río de aguas amargas –y así llamó a su último poemario–, cátedra de cantinas y emérito del pulque. Pedro Garfias se bebió la vida dejando sus mejores versos escritos en servilletas de papel abandonadas en las tabernas, sin poder recordarlos al día siguiente, lírica de sueños y vómitos de borracho. Parecía el más alegre, el alma de las reuniones, el más galán, el más divertido, el más hablador y el que mejor recitaba. Pero Garfias era el más triste, el desterrado que nunca asumió su derrota, el que no pudo remontar los baches de la nostalgia.

Quienes lo conocieron en su exilio mexicano recuerdan su voz profunda, una voz grave y limpia que aún se puede oír en la fonoteca «Voz Viva de México», que edita la Universidad Autónoma de México (UNAM). Estremece su voz de rapsoda. Quien lo escuchó jamás pudo olvidarlo, porque se dejaba el alma en cada verso.

Había nacido en Salamanca en 1901, pero muy joven se trasladó al pueblo sevillano de Osuna. Desde entonces se consideró andaluz. Su vida es una novelesca borrachera que termina el 9 de agosto en el año 1967 en un hospital de la localidad mexicana de Monterrey (Nuevo León) por culpa de una cirrosis hepática. Era el epílogo inevitable, el fin anunciado.

En la Universidad de Monterrey había trabajado desde 1943 a 1948. Luego se dedicó a ofrecer recitales de poesía y conferencias por toda la geografía mexicana. Guadalajara, San Luis Potosí, Puebla, Tampico o Monterrey componen el mapa de sus últimos años, años en los que se va dejando la vida en el fondo de los vasos, en los espejos velados de los cafés y cantinas y en los charcos sucios de la madrugada.

Gracias a la sociedad «Amigos de Pedro Garfias», creada por su amigo Juan Rejano, puede sobrevivir. Bebe, sueña y escribe en las servilletas que abandona luego entre el aliento de pulque, tequila y mezcal. En las largas y ebrias noches recuerda su infancia, su juventud de poeta gamberro y ultraísta, los tiempos atroces de la guerra como un héroe del Sur y el inicio de su destierro en una tristísima Inglaterra.

En esa patria primera de su exilio se topa con un muro de soledad, sombras y silencio. Silencio como el que escogió Blanco White al comienzo de su destierro inglés por no conocer la lengua. Fruto de estos meses ingleses es Primavera en Eaton Hastings (1941), «poema bucólico con intermedios de llanto», el mejor libro del destierro español, según Dámaso Alonso.

En el pueblecito inglés de Eaton Hastings, Garfias sobrevivió gracias a la poesía: «Desde esta primavera luminosa,/ ¿por qué no recordaros,/ vosotros que conmigo compartisteis/ las lluvias y el espanto?// Hombres de España muerta, hombres muertos de España,/ ¡venid a hacerles coro a estos pájaros!».
Según contaba Neruda en su libro de memorias Confieso que he vivido, Pedro Garfias pasaba horas y horas hablando con un tabernero inglés que no entendía el español. Ambos hablaban y hablaban, bebían juntos, lloraban juntos, «sin entender uno lo que decía el otro».

Aún llevaba fresco el recuerdo terrible de la Guerra Civil. En 1938 había obtenido el Premio Nacional por sus poesías de guerra. El segundo poemario, Héroes del Sur, es un libro que incluía dibujos del ilustrador Andrés Martínez de León y que muestra una galería de figuras y de episodios heroicos del Frente Sur.

Un héroe del Sur

Garfias había sido soldado y comisario del Batallón Villafranca con un papel clave en la defensa de Pozoblanco en Córdoba. El poeta nunca pudo olvidar aquellas vivencias, como la del compañero miliciano con el que charló poco antes de la batalla y que al bajar del camión recibió un tiro ante sus ojos.

Poco quedaba ya del Garfias feliz y noctívago que protagonizó las delirantes veladas ultraístas en Madrid, como director de la revista Horizontes, y en Sevilla, como integrante de la redacción de Grecia. También quedaban atrás los sábados en la sagrada cripta de Pombo que apostolaba Ramón Gómez de la Serna. Todo un mundo desaparecido.

Pero hay un Garfias que comienza una nueva vida, que estrena una oportunidad en el verano de 1939 cuando parte en el buque Sinaia, símbolo de los barcos del exilio. Parte con un grupo de refugiados, entre ellos sus amigos Juan Rejano, Adolfo Sánchez Vázquez y Manuel Andújar, con los que comparte esperanzas y nostalgias.

En las horas muertas, los náufragos salvados de la tormenta de guerra que asola Europa escriben en el Diario del Sinaia, cuaderno de bitácora en el que se informaba sobre las noticias del mundo, asuntos de la vida en el barco y la patria que les esperaba al otro lado del mar.

Eran Ulises sin Ítacas, pero sabían que tenían la oportunidad de comenzar una nueva vida. Sánchez Vázquez, Andújar y Rejano escribieron en diversos textos memorialísticos lo que significó viajar como compañeros de bodega de Pedro Garfias, un poeta al que la vida iba tornando el perfil del mito.

En aquellas noches buscando las costas desconocidas del Atlántico, sonaban pasodobles que interpretaban los músicos de la Banda Madrid. A veces se improvisaban verbenas y hasta dividieron el barco según los barrios madrileños: Cuatro Caminos, Las Ventas, Salamanca… Cualquier cosa con tal de no olvidar. «Anoche el Sinaia sacó su traje de fiestas. Se celebraba una verbena al estilo de las castizas de Madrid. Claro que faltaban los churros, los mantones de Manila (…). De las 8.30 a las 11 de la noche se bailó sin descanso», aparece en la crónica del Diario del Sinaia, publicado por el Colegio de México.

En el Sinaia, tenían lugar conferencias y tertulias secretas bajo la luna que comenzaba a cambiar de aspecto. Garfias escribió el poema Entre España y México que muchos consideran un auténtico himno del exilio: «España que perdimos, no nos pierdas;/ guárdanos en tu frente derrumbada,/ conserva a tu costado el hueco vivo/ de nuestra ausencia amarga».

Un poema

El poema que haría historia apareció en el último número del Diario del Sinaia entre artículos sobre la historia de México y un resumen sobre la conferencia impartida por Eduardo Ontañón en el comedor de tercera sobre la vida artística de México. Cómo sonaría la voz grave de Garfias al leer aquellos versos que estrenaban tan largo destierro, un tiempo sin historia, un espacio sin lugar, un episodio que nadie podía sospechar cómo habría de terminar. «Pueblo libre de México:/ como otro tiempo por la mar salada/ te va un río español de sangre roja,/ de generosa sangre desbordada./ Pero eres tú esta vez quien nos conquistas,/ y para siempre, ¡oh vieja y nueva España!».

En ese último número del 12 de julio de 1939 –reliquia literaria que el tiempo ha convertido en pieza de coleccionista–, hay un anuncio que leerían estremecidos de esperanza. «A mediodía nos hallábamos a 20º 05’ de latitud. Cielo nuboso y viento Este, suave. Mar un poco agitada. Temperatura 34º. Hacia medianoche se verán las luces del faro de Veracruz. En las primeras horas de mañana llegaremos al puerto».

Y Garfias llegó a puerto, a una nueva vida que finalmente derramó en las tabernas mexicanas. Pero fue feliz, aunque la soledad, la sombra y el silencio lo siguieran en la alta noche: «Siento/ por mis hombros un río de tristezas/ pasar, y oigo las horas detenerse,/ y veo las sombras agruparse inquietas».

EL RAPSODA DE VOZ CLARA Y LIMPIA

El año pasado sucedía un hecho insólito. Un grupo de personas descubría una placa en el 1900 del Hotel Ancira de Monterrey, uno de los bares preferidos de Pedro Garfias. Cada vez que alguien beba un trago podrá recordar a aquel poeta que se dejó los versos abandonados en las servilletas sucias, en las mesas manchadas. La memoria tiene esas sorpresas.

Garfias recorrió México a través de un itinerario de universidades, ateneos y centros culturales, pero siempre dejaba el epílogo feliz para las pulquerías, cantinas, bares y tabernas. Por eso, jamás olvidaron al poeta que descansa en el cementerio El Carmen de Monterrey.

Los cafés de Tupinamba, el Papagayo, la Parroquia, el Fornos, el Madrid o el Latino guardan en sus memorias secretas la historia de este poeta andaluz, náufrago de una tragedia colectiva. El día de su entierro, los camareros de la cantina la Reforma enviaron una corona al funeral.

Él tampoco los olvidó. de hecho, en su último libro, Río de aguas amargas (1953), publicado en Guadalajara, aparece una dedicatoria reveladora:«A don Ramón Valle, ex propietario del bar El Gallo de Oro de la ciudad de México».
Entre tragos, conferencias y recitales vagaba Garfias sus últimos años. Simón Otaola, autor de sugerentes libros que recrean el mundo de los refugiados republicanos como La librería de Arana o El cortejo, evoca la estampa del Garfias rapsoda: «Pedro Garfias va a recitar y eso sí que es un espectáculo. Siempre, en el arranque, titubea un poco, mueve mucho la cabeza y las manos para atrapar definitivamente el poema. Su temperamento no le deja en paz los nervios. Produce la impresión de que lo va a reconstruir con mucho esfuerzo, sobre la marcha. pero no. El poema sale entero, caliente y estremecido. Viene en carne viva del fondo de la sangre, con dolor, con terrible jadeo, con atroz crispadura de los músculos. Es como si a una madre le obligasen a parir el mismo hijo todos los días».

«Lucero galán de todas las tabernas enamoradas», escribió sobre él su buen amigo Juan Rejano. Garfias no quiso que Dámaso Alonso publicara en España su poesía completa, porque odiaba aquella España arrebatada. Por eso prefirió perderse en el olvido. Pero la memoria tiene sorpresas, como su poema dedicado a Asturias que mucho después de muerte popularizaría el cantante Víctor Manuel demostrando que es imposible olvidar a los poetas eternos.

(Publicado en El Mundo de Andalucía el 11 de diciembre de 2006)