José Miranda Rodríguez

Salar
Granada
Miranda, Pepa

«Todo se hunde en la niebla del olvido, pero cuando la niebla se despeja, el olvido está lleno de memoria». Mario Benedetti

Hoy, 27 de diciembre, se cumplen 80 años del asesinato de mi bisabuelo José Miranda Rodríguez y tres mujeres de la familia en las tapias del cementerio de Loja.

Tenía 77 años, era sargento de la Guardia Civil jubilado, estaba viudo y durante la República había sido alcalde de Padul, el primer alcalde socialista.

Tanto en su vida privada, en su militancia política, como al frente del Ayuntamiento, había dado sobradas muestras de generosidad y de compromiso con los más desfavorecidos de la sociedad. Algunas personas mayores aún me hablan de él con una mezcla de admiración y respeto, recordándole rodeado de niños y mujeres bajo el «árbol de la Miranda» (una gran acacia situada en la puerta de la casa de su hija) leyendo novelas o enseñando a leer a los críos más curiosos, a mujeres o quien se lo pedía.

Su forma de ser y de estar en el mundo, su deseo de una sociedad más justa, igualitaria y solidaria, su valentía para enfrentarse a la derecha, lo habían colocado tanto a él, como al resto de miembros de la Agrupación Socialista local, en el punto de mira de esa derecha, que agrupada en el Centro Agrario, no se dio tregua en su empeño de acabar con todos aquellos que ponían en peligro una forma de vida y unos privilegios que no estaban dispuestos a perder. Y utilizaron todos los medios a su alcance, desde manipular resultados en las urnas, agresiones a votantes socialistas , impedir la celebración de mítines como el que tuvo que suspenderse al ser recibido a tiros D. Fernando de los Ríos, hasta culminar con el asesinato, la cárcel o el exilio de la mayoría de socialistas locales.

La tragedia familiar había comenzado cuatro meses antes del asesinato de mi bisabuelo, cuando su hijo (mi abuelo) que era el presidente de la Agrupación Socialista y de la Sociedad Obrera «La Alianza», y que había sido concejal del Ayuntamiento, fue detenido, encarcelado y fusilado el día 7 de agosto en las tapias del cementerio de Granada, pocos días después del golpe de Estado contra la República.

Cuando mi bisabuelo hizo el estremecedor relato de la detención y asesinato para que, como el mismo dejó escrito, «la familia nunca lo olvidara» quizás no sospechaba que él mismo y parte de la familia serían victimas del fanatismo, la intolerancia, el rencor y la sinrazón que se apoderó de aquellos primeros meses tras el golpe de Estado y que sumió al país durante 40 años en la más trágica y negra etapa de la historia reciente.

Los hechos que acabaron con su vida y la de tres mujeres de la familia comenzaron cuando las fuerzas golpistas, que habían ocupado el pueblo de Salar, se dirigieron a la vivienda familiar, de la que estaban ausente su hijo Francisco y sus dos nietos, para proceder a la detención de la familia, acusada de incitar a un soldado oriundo de Padul y conocido de mi bisabuelo, a pasarse al Ejército republicano.

Desde ese momento la vivienda sufrió varios registros y quedó bajo vigilancia permanente de un escuadrón de Falange. Mi tía Pura, aconsejada por el juez municipal, acudió ante la autoridad militar, que se negó a recibirla. Al parecer ya tenían tomada la decisión sobre el destino de la familia.

Esa detención le costó la vida a Pura, maestra del pueblo desde hacía 26 años, y dejó malherida a su hermana Enriqueta, circunstancia que no impidió que la colocaran sobre un colchón, tal como había indicado el médico al que habían avisado no para que la atendiera de las heridas, sino para que informara de su estado e indicara la manera de trasladarla.

A Enriqueta malherida, a mi bisabuelo anciano y enfermo y a Concha, la otra hermana, los condujeron en un camión hasta Loja, en cuyo cementerio fueron fusilados al amanecer del día siguiente; a Enriqueta, recostada sobre el colchón, ya que las heridas que sufría le impedían mantenerse erguida.

Mientras el cadáver de mi tía Pura permanecía en el depósito de cadáveres del cementerio de Salar sin que nadie decidiera qué hacer con él (sería el sepulturero local quien tomó la decisión de enterrarla junto a la tapia, cuando ya no era posible prolongar la espera), los gerifaltes de Falange y el comandante del puesto de la Guardia Civil, acompañados por vecinos del pueblo, desvalijaron la vivienda llevándose cuanto encontraron: mobiliario, enseres, menaje, lencería, cuadros… En su afán de rapiña llegaron a levantar las losetas de parte de la vivienda buscando joyas y dinero. Búsqueda infructuosa, ya que Pura, sospechando que algo muy grave podía ocurrir a la familia, las había enterrado en una caja bajo una parra del huerto de la casa.

Parte del mobiliario fue destinado para «adecentar el local de Falange», según consta en un documento incorporado al proceso seguido en los años 40 contra el comandante del puesto de la Guardia Civil de Salar, Manuel Pérez Vázquez, responsable de estos y otros hechos similares y condenado no por los asesinatos, sino por los robos y saqueos a los que sometió a varias familias del pueblo.

Sólo muchos años después, tras el paso por varios frentes de batalla, cárceles y campos de trabajo, mi tío abuelo y sus hijos conocieron el verdadero alcance de la tragedia familiar y pudieron recuperar una ínfima parte de los bienes usurpados.

Mi familia, por su lealtad a la República, su compromiso con la sociedad, su independencia, su generosidad y su valentía frente a la derecha, se había convertido en objetivo prioritario a eliminar, y los golpistas lo consiguieron valiéndose de cualquier medio, trama o individuo sanguinario como el sargento Manuel Pérez Vázquez, responsable de su asesinato.

Hoy, 80 años después, la familia conocemos parte de lo ocurrido, pero aún seguimos, al igual que miles de familias, sin conocer los hechos en su totalidad; seguimos esperando que se anulen procesos y condenas, esperando que se abran fosas. Cuarenta años después de la muerte del dictador, seguimos siendo los olvidados de este país.

Seguimos sin saber dónde están sus restos, seguimos sin poder recuperarlos para darles sepultura y cerrar definitivamente unas heridas que se siguen transmitiendo de generación en generación.

Mientras tanto recordaré año tras año el asesinato de mis familiares, para impedir que se borren de la historia, para seguir honrando su memoria.

En memoria de Enriqueta, mujer joven, alegre y vital que por aquellos días preparaba su boda con un maestro también asesinado.

En memoria de Concha, mujer discreta, que dedicó toda su vida a cuidar y hacer feliz a su familia.

En memoria de Pura, mujer independiente, inteligente, trabajadora (premiada por un proyecto educativo) convencida de que sólo la educación podía cambiar el mundo. Fue una de esas maestras de la República que tanto hicieron por la modernización del país.

En memoria de mi bisabuelo, un hombre bueno, generoso, valiente y comprometido con la sociedad y que no dudó, pese a sus años y a su enfermedad, en desplazarse desde Padul a Salar para proteger a la familia en ausencia de su hijo de la vivienda familiar.

En memoria de todos los desaparecidos, de sus familiares que se fueron de este mundo sin poder enterrar a sus muertos. Para todos ellos, ¡¡¡Verdad, Justicia y Reparación!!!

Y como dice Marisa Peña en su magnífico poema dedicado a nuestros muertos:

«Mientras me quede voz. Hablaré de mis muertos…».

Fuente: https://www.facebook.com/pepa.miranda.142?hc_ref=ARSaRWozsJpAca6XxR2eZDpdxywnf1S1-phNbnwc0Zu15J0lfYrMdA52rGbHqeFvcBc&pnref=story