Francisco Méndez Moreno

Valverde del Camino
Huelva
Ramírez Copeiro del Villar, Jesús

La primera noticia que tuve de Francisco Méndez Moreno, un valverdeño que pasó cinco años en Mauthausen, me llegó por M.ª Dolores Cuesto, una antigua vecina de la Cuesta del Santo. Luego, uno de sus sobrinos, el constructor Francisco Méndez Sánchez, me amplió detalles y lo que es más importante, me puso en contacto con su viuda Marie Louise, en Francia. Convenimos con ella vernos en su casa para conocer la historia completa y recoger la documentación que tuviese para conservarla y exponerla en Valverde, en el futuro Museo de la Memoria Histórica. En poco menos de un mes organizamos el viaje. Mi esposa Elin y yo salimos de Valverde el 29 de junio de 2007. Tras hacer noche en Madrid y en Andorra la Vieja, llegamos a la localidad francesa de Pamiers, cerca de Toulouse, el domingo 1 de julio. Allí nos esperaba Marie Louise, una mujer menuda y llena de vitalidad, que a pesar de sus 81 años, rezuma juventud, alegría y ansias de vivir. Fueron tres días intensos, invitados y cordialmente atendidos en su casa. Incluso nos acompañó al campo de refugiados de Le Vernet, donde existe un memorial y se conservan numerosas tumbas de republicanos españoles. De regreso a Valverde pedimos al Ayuntamiento que aprobase en Pleno Municipal la donación de esta documentación, hecho que tuvo lugar en la sesión celebrada el lunes 24 de septiembre de 2007. Esta es la historia.

De oficio zapatero

Francisco Méndez Moreno nació en Valverde del Camino el 29 de junio de 1913, en la calle Coronada nº 24. Sus padres, Eusebio Méndez Rodríguez y Gregoria Moreno Mariano, eran naturales de Aroche y Valverde, respectivamente. Francisco era el segundo de los cuatro hijos del matrimonio: Cayetano, Francisco, Manuel y Mariana. Al morir la madre en el año 1922 (Francisco contaba ocho años y Mariana seis meses), los niños fueron repartidos entre sus tías, viviendo en extrema pobreza, sin calzado y llegando incluso a dormir en las cuadras. El padre, viudo, estuvo trabajando en las minas de Cardona (Barcelona) y enviaba a sus hijos el poco dinero que lograba reunir, luego regresó y trabajó en la mina de El Cuervo. El hijo mayor Cayetano enseñó a sus hermanos el oficio de zapatero y Francisco trabajó con «el Gordi», en un local situado en el Peño Bajo (calle Portugal). Francisco Méndez era un joven solitario que le encantaba leer y jugar al fútbol.

La guerra civil

Los hermanos Eusebio y Manuel Méndez Rodríguez eran mineros y también poceros, abrían pozos en las casas del pueblo empleando barrenos para extraer las piedras. Poseían una casilla cerca de la Cruz de Calañas para almacenar los explosivos utilizados. Y llegó el fatídico mes de julio de 1936 con sus delaciones y miserias. Ocupado Valverde el 29 de julio por los nacionales, se ordenó la busca y captura de Eusebio y Manuel por ser mineros y tras una denuncia que les atribuía tenencia y ocultación de explosivos. Los mineros eran el enemigo a batir, pues eran ellos los que realizaban la voladura de puentes para entorpecer el avance de las tropas. Manuel Méndez Rodríguez fue el primero en ser detenido y junto a los obreros Manuel Carmona Correa, Diego Castilla Ramírez y Manuel Castilla Pérez «Melilla», guarda de mina del marco de Calañas, fue fusilado en una cuneta junto al Puente Nuevo, en los primeros días de agosto. Los cuerpos fueron llevados al cementerio y sepultados detrás de la ermita. Estas cuatro víctimas serían las primeras de un rosario de denuncias que dejaría enlutada a la población. Ante esta situación, Eusebio tuvo que huir y esconderse en el paraje de El Cuervo, en los socavones de la mina de manganeso que conocía bien. Sus hijos, Francisco y Manuel, le llevaban de noche la comida, pero sometidos a vigilancia no tardaron en ser apresados. Al padre le hicieron llegar la advertencia de que o bien se entregaba o fusilarían a sus hijos. No tuvo más remedio que abandonar el refugio y regresar al pueblo, siendo inmediatamente detenido y encarcelado.

El depósito carcelario estaba situado en la plaza del Paseo, donde se levanta hoy día el Ayuntamiento. Durante el día iban los presos a los Riscos Tintones para construir los cimientos del nuevo cuartel de la Guardia Civil; por la noche regresaban para dormir en la cárcel. Los hijos permanecieron poco tiempo en la cárcel pues al ser movilizada su quinta, Francisco se incorporó al ejército nacional siendo destinado a Ceuta y su hermano Manuel fue también puesto en libertad. La represión en Valverde se intensificó con la llegada del comandante Federico Alcázar en mayo de 1937, responsable de la ejecución de más de cien personas entre la población civil. Una fecha fatídica de ese trágico verano fue la del 6 de agosto de 1937, en que familiares de Francisco fueron fusilados en las tapias del cementerio de Beas y enterrados en una fosa común. Entre ellos, su padre Eusebio Méndez Rodríguez y sus dos tíos Manuel Llanes Conejo, soldador en los talleres del ferrocarril y Juan Luis González Ponce, minero, casados respectivamente con Cándida y Eugenia, hermanas de Eusebio. La tragedia se cebó con la familia Méndez.

La noticia del fusilamiento de su padre y de sus tíos abonó aún más la idea que tenía Francisco de pasarse cuanto antes al bando republicano. La ocasión propicia se presentó en enero de 1938 a raíz de la ofensiva nacionalista por recuperar la ciudad de Teruel en poder de los rojos. Una noche, su proyecto de fuga se hizo realidad. Sorteando como pudo las trincheras propias, se internó en un bosque con mucho miedo. Agazapándose tras los árboles logró alcanzar las líneas republicanas. Lo que él no sabía era que los rojos le habían descubierto y le vigilaban de lejos ante la idea de que se tratara de un espía. Capturado por un grupo de soldados fue conducido ante el comandante de puesto. Allí contó la historia de su padre y de sus tíos fusilados por los nacionales y luego su alistamiento forzoso. Aclarada su situación le enviaron a cubrir un puesto de carabinero en Ribas de Freser (Gerona), en la frontera pirenaica, donde pasó el resto de la guerra.

Internado en Francia. El campo de Le Vernet d’Ariège

Tras la caída de Cataluña se inició un éxodo de civiles y de soldados republicanos a Francia en busca de asilo. El gobierno francés se vio desbordado por el medio millón de refugiados que, en los últimos días de enero y primeros días de febrero de 1939, entró por distintos puntos de la frontera pirenaica,. Desde Ribas de Freser, Francisco Méndez se dirigió a Puigcerdá, la frontera más próxima, cerca de Andorra. El camión que le llevaba avanzaba lentamente a causa de los vehículos abandonados en la carretera. Se sentía triste y sobre todo humillado. La causa republicana estaba perdida y la derrota final parecía próxima. Pasada la población de Alp era tal el aluvión de fugitivos que acabó haciendo el recorrido a pie. Militares y civiles avanzaban despacio sobre la nieve y el barro, en silencio, adheridos de frío y sobre todo hambrientos. Cuando Francisco cruzó el puentecillo sobre el río Raour, que separa Puigcerdá del país galo, no pudo evitar echar la vista atrás. Allí quedaban los suyos y la defensa de unos ideales por los que había luchado. Unos metros más y llegó al puesto fronterizo de Bourg-Madame. Se encontraba en Francia, era el 9 de febrero de 1939. La guardia móvil francesa se hizo cargo de los refugiados y los concentró en la estación de Latour-de-Carol para salir por tren hacia los lugares de internamiento. En una de las paredes se conserva una placa con esta inscripción: En recuerdo de los republicanos españoles que pasaron por esta estación camino del exilio en febrero de 1939. Francisco Méndez fue conducido con varios cientos de refugiados al campo de Le Vernet d’Ariège, a 50 kilómetros al sur de Toulouse.

El campo de Le Vernet era un antiguo recinto construido en 1918 para alojar a las tropas coloniales senegalesas durante la I Guerra Mundial y que al final de la misma se utilizó como campo de prisioneros alemanes y austriacos. Méndez coincidió en este campo con las milicias anarquistas de la 26 División (antigua columna Durruti) y con miembros de las brigadas internacionales. Los 19 barracones existentes en el recinto, viejos y destartalados, no fueron suficientes para acoger a los más de diez mil hombres llegados ahora. La mayoría permaneció durante semanas a la intemperie en pleno invierno, acostados en el suelo, sobre el barro o la nieve. El campo ocupaba una superficie de cincuenta hectáreas y estaba rodeado por tres hileras de alambre de púas y catorce garitas distribuidas a lo largo. La vigilancia estaba asignada a la guardia móvil y a los tiradores negros, senegaleses y malgaches, que hacían uso de sus armas si algún interno osaba aproximarse a menos de diez metros de las alambradas. La vida en el campo era dura, abundaban los piojos, los internos pasaban hambre y miseria, sufrían disentería y sobre todo frío, algunas noches se alcanzaron 15 grados bajo cero. La sarna era endémica y las epidemias de gripe constantes. Antes de construir nuevos barracones, 57 internos fallecieron de frío, hambre y enfermedades.

El campo de Le Vernet albergó a refugiados españoles entre febrero y septiembre de 1939. Pero en 1940, bajo el régimen pro-alemán de Vichy, se transformó en un campo de castigo para opositores políticos de origen extranjero, combatientes de la Resistencia y judíos que fueron luego deportados a los campos nazis. Le Vernet fue liberado en junio de 1944 y acabó siendo un campo de prisioneros para alemanes y para muchos franceses colaboracionistas. En la actualidad el campo no existe como tal, sus edificios fueron derruidos en el año 1970 y su recinto convertido en una finca agrícola para cultivo de cereales. Tan sólo se conserva el cementerio y un monolito erigido en 1992 en el borde del campo, que recuerda su existencia. El cementerio contiene 152 tumbas de las que 65 corresponden a combatientes españoles que lucharon por defender la libertad y la legalidad republicana.

La Línea Maginot burlada

En agosto de 1939, Francisco Méndez fue trasladado en tren a un nuevo lugar: el campo de Septfonds, en el departamento de Tarn et Garonne, a 80 kilómetros al norte de Toulouse. Francia quería utilizar como mano de obra la masa humana que tenía encerrada en los campos y formó con ella Compañías de Trabajadores Extranjeros. De esta forma los refugiados españoles podían salir fuera del campo para trabajar en fábricas, construir carreteras o talar árboles en los bosques. Francisco fue destinado a la 129 CTE y en ella conoció al que sería su mejor amigo, Joaquín Mas Catalán, un campesino oriundo de Cortes de Arenoso (Castellón), su compañero de deportación e infortunio en los seis años de cautiverio.

Pero la situación internacional se tornaba crítica y los hechos se desataron con rapidez. En la madrugada del 1 de septiembre de 1939 tropas alemanas invadían Polonia y dos días más tarde, Gran Bretaña y Francia declaraban la guerra a Alemania. Ante la necesidad de contar con más hombres para defender el país, las autoridades francesas propusieron a los refugiados españoles tres alternativas: apuntarse a las CTE militarizadas, incorporarse a la Legión Extranjera o la deportación a España. Francisco Méndez, al igual que la mayoría de sus compañeros, eligió la primera opción firmando su alistamiento voluntario. De esta forma se organizaron compañías de trabajo militarizadas para tareas de fortificación y defensa, encuadradas en los regimientos de ingenieros. Cada compañía se componía de cuatro secciones con un total de 250 hombres. Cada sección era mandada por un capitán del ejército republicano, un comandante español era el responsable de la compañía y al mando de ésta figuraba un capitán francés.

Francisco Méndez fue asignado a la 32 Compañía de Trabajadores Extranjeros, saliendo el 1 de noviembre de 1939 del campo de Septfonds en vagones de carga, hacia la Línea Maginot, sector del río Mosela. Las restantes compañías de trabajo fueron desplegadas a lo largo de la misma. Se construyeron fosas anticarro, casamatas, trincheras y túneles. La alimentación se completaba con patatas y verduras de los campos que habían quedado abandonados, al haber sido evacuada la población civil. El invierno 1939-1940, aunque muy crudo, con temperaturas de 20 grados bajo cero, transcurrió con relativa calma: Alemania estaba ocupada diseñando el asalto final.

La primavera de 1940 agitó de nuevo Europa. El 9 de abril tropas alemanas invadían Dinamarca y saltaban sobre Noruega; el 10 de mayo atravesaban las fronteras de Holanda, Bélgica y Luxemburgo; el 15 de mayo rompían la frontera de Francia y el 20 dejaban encerradas a las tropas aliadas en la bolsa de Dunkerque, logrando ser evacuadas a Inglaterra aunque con grandes pérdidas. ¿Qué sucedía mientras tanto en la Línea Maginot, donde miles de republicanos españoles esperaban la embestida de la Wehrmacht?

La Línea Maginot era una línea de fortificación y defensa de 400 kilómetros de longitud, construida por Francia a lo largo de su frontera con Alemania. Su promotor fue el ministro de la guerra, André Maginot, un veterano de la I Guerra Mundial. Francia estaba orgullosa de su obra, era inexpugnable. Sin embargo, el ataque alemán no se produjo frontalmente contra esta barrera de hormigón, como esperaba el Alto Mando francés, sino que fue rodeada. Las divisiones blindadas alemanas invadieron primero Holanda y luego Bélgica, lo que permitió bordear la Línea Maginot y situarse detrás de la misma, sorprendiendo por la espalda a sus defensores. De esta forma las fuerzas alemanas embolsaron a las francesas e hicieron prisioneros a miles de republicanos españoles.

Durante la ofensiva alemana la compañía de trabajo de Francisco Méndez empuñó las armas y combatió bajo bandera francesa, pero ante la superioridad militar y táctica de la Wehrmacht, se  replegó hacia el sur fraccionándose en pequeños grupos. La retirada se hizo de noche y a pie, pues de día los Stukas bajaban y ametrallaban todo lo que se movía. El objetivo era alcanzar la frontera suiza, pero no pudo ser. El grupo de Francisco Méndez fue capturado en los bosques de la región de los Vosgos, el 22 de junio de 1940, por patrullas motorizadas alemanas que seis días antes habían cruzado el Rhin. El día en que Francisco fue hecho prisionero, el mariscal Pétain firmaba el armisticio que ponía fin a la guerra entre Francia y Alemania. Un nuevo gobierno francés se instaló en la ciudad de Vichy, nueva capital de la Francia no ocupada por los alemanes.

Francisco Méndez estuvo un mes en la prisión de Colmar y pasó después al cuartel Bougenel, en Belfort. Al mes siguiente fue enviado a un campo de prisioneros de guerra en Alemania: el Stalag XI-B, situado en Fallingbostel, en la Baja Sajonia, cerca de Hannover, donde le fue asignado el número 86.684. El gobierno de Vichy, presidido por Pétain, no quiso reconocer a los españoles como integrantes del ejército francés. A las pocas semanas se presentó la Gestapo en el Stalag y sometió a los presos a un minucioso interrogatorio, confeccionando fichas completas de cada uno de ellos. Los jerarcas alemanes preguntaron a sus homólogos españoles qué debían hacer con los Rotspanier, es decir, con los «rojos españoles» que tenían allí. El ministro de Asuntos Exteriores, Ramón Serrano Suñer, cuñado de Franco, se negó a reconocerles la nacionalidad española y se desinteresó por la suerte que pudieran correr. Desde ese momento fueron considerados apátridas y el status jurídico de los republicanos españoles cambió radicalmente: de prisioneros de guerra del ejército alemán pasaron a ser prisioneros políticos de la Gestapo y en consecuencia, enviados desde los Stalag a los campos de exterminio nazis.

Mientras que los republicanos eran considerados apátridas por el gobierno del general Franco, los consulados españoles no dudaron en otorgar la nacionalidad española a miles de judíos sefardíes residentes en países ocupados por Alemania. ¡Paradojas de la historia!

Francisco Méndez permaneció alrededor de cinco meses en el Stalag XI-B, pasando allí la Nochebuena de 1940. Un mes más tarde, los españoles fueron introducidos en vagones de carga y llevados a un nuevo destino. El tren atravesó Alemania y se detuvo en un lugar desconocido. Abiertas las puertas de los vagones, aparecieron los SS acompañados de grandes perros lobos que ladraban. La noche era gélida, la temperatura rondaba los 10 grados bajo cero. En el andén de la estación, los presos formaron en filas de a cinco y partieron por el camino que conducía al pueblo. Luego siguieron por un camino estrecho, empinado y resbaladizo de unos tres kilómetros. El grupo de prisioneros lo componían 1.506 republicanos españoles entre los que se encontraban siete onubenses: Antonio Gemio Sánchez (Huelva), Amador Maldonado García (El Campillo), Eulogio Martín Martín (Cortegana), Román Navarro Valera (Nerva), Francisco Méndez Moreno (Valverde), Manuel Beltrán Rodríguez (Villanueva de los Castillejos) y Antonio Hermoso Iglesias (El Campillo). En la misma expedición figuraba también el que sería famoso fotógrafo catalán Francisco Boix. Frente a ellos se alzaba la puerta principal de lo que parecía ser una impresionante fortaleza emplazada sobre la cresta de una colina. La puerta de entrada, con sus grandes portones de madera, estaba coronada por una inmensa águila de cobre que sujetaba entre sus garras una cruz gamada. ¡Habían llegado a Mauthausen, el campo de la muerte! Era lunes, 27 de enero de 1941.

Mauthausen, la antesala del infierno

Tras franquear la monumental puerta de entrada, los prisioneros entraron en un edificio donde depositaron los efectos personales que pudieran llevar: documentos de identidad, anillos, relojes, medallas, cartas o fotografías. También tuvieron que dejar su vestimenta y los zapatos. Una vez desnudos fueron a las duchas, después les afeitaron todo el pelo del cuerpo y pasaron el examen médico. Luego cada prisionero recibió una camisa, un calzoncillo, un uniforme y gorro de tela muy fina a rayas azules y grises, un par de zuecos de madera como calzado, una escudilla y una cuchara. En vez de calcetines, dos tiras de tela de tamaño suficiente para poder envolver los pies con ellas. Más tarde fueron enviados a los barracones de cuarentena. La cuarentena, normalmente de cuarenta días, se redujo a cuarenta horas. Al salir de la misma se les asignó un trabajo: unos en la construcción de los muros del campo y la mayoría a trabajos forzados en la cantera de granito.

Mauthausen estaba situado al norte de Austria, sobre una colina regada en sus faldas por el Danubio, a 20 kilómetros de Linz. A partir de agosto de 1940 fueron llegando al campo miles de rojos españoles, por esta razón Mauthausen ha quedado relacionado con la causa republicana. Mauthausen y su campo filial Gusen eran de categoría III, la peor, campos cuyos presos nunca serían liberados, campos de no retorno.

El eje de la vida en Mauthausen giraba en torno a la cantera Wienergraben de granito, situada en la ladera de la colina. En su origen perteneció al ayuntamiento de Viena que extrajo piedra para pavimentar y adoquinar las calles de la ciudad. Pero tras la anexión de Austria en 1938, la propiedad de la cantera fue transferida a las SS. El campo de prisioneros se construyó en un extremo de la cantera para tener abundante y gratuita mano de obra esclava. De ella se extrajo gran cantidad de piedra con la que satisfacer los delirantes planes de la arquitectura nazi.

Cada prisionero que llegaba al campo recibía una clasificación en forma de un triángulo con un color determinado y había de llevarlo con el vértice hacia abajo cosido al uniforme a la altura del corazón. Así, el triángulo rojo indicaba preso político; verde: delincuente común; negro: antisocial (vagabundos); azul: apátrida; amarillo: judío; rosa: homosexual; marrón: gitano. Como apátridas, los republicanos españoles tenían que llevar cosido al uniforme un triángulo azul invertido con una S blanca en el centro (abreviatura de Spanier, español). También llevaban cosido el número de prisionero escrito en negro. De forma que nadie llamará a Francisco Méndez por su nombre. En lo sucesivo será el número 10.235, que deberá conocer y pronunciar siempre en alemán: le iba la vida en ello.

La llegada a Mauthausen era como un aterrizaje en otro planeta. Una vez traspasada la entrada al campo, la humanidad quedaba abolida. Los prisioneros iban a depender más de los kapos que de los propios SS. Los kapos eran también prisioneros pero elevados a la categoría de capataces, eran los responsables de los grupos de trabajo y representaban la autoridad más cercana a los reclusos. Los kapos eran seleccionados entre los prisioneros con triángulo verde: presos comunes alemanes y austriacos que hacían méritos golpeando, torturando y asesinando a los otros con la esperanza de salvarse ellos.

El campo se organizaba en torno a los barracones de madera. Cada barraca se dividía en dos alas, derecha e izquierda, en el centro se situaban las habitaciones de los kapos y a los lados estaban los lavabos. Los presos dormían en literas de tres alturas y a modo de colchón, jergones rellenos de viruta de madera. El trabajo empezaba a las seis de la mañana y la jornada terminaba a las cinco y media de la tarde, a partir de entonces tocaba limpiar los barracones y a las ocho se acostaban. La comida era pobre e insuficiente para mantenerse vivo: una rebanada de pan y una rodaja de salchichón; de cena sopa de nabo y patata. Franz Ziereis era el comandante del campo, una bestia humana, un hombre cruel y sanguinario que mantuvo su puesto durante toda la guerra.

A la hora prevista los prisioneros salían del campo en filas de a cinco y en columnas de a cien. La cantera resonaba cada mañana con el golpe rítmico de miles de zuecos de madera, un ejército de esclavos que bajaba al tajo por una escalera de triste memoria. Se trataba de una escalera tallada en granito de 186 peldaños. Simplemente remontarlos a paso militar, bajo una lluvia de empujones y golpeados con las porras de los SS y de los kapos, requería un esfuerzo inmenso: no se permitía parar. Cada preso subía con una piedra de más de 20 kilos cargada en una especie de mochila de madera ajustada con unas correas a la espalda. La hilera de esclavos trepando por la cantera era como una monstruosa oruga en agonizante subida, sin ver nada más que las piernas de los que iban delante y esforzándose para no perder la fila. Los deportados debían subir la escalera varias veces al día. Si a este esfuerzo unimos la desnutrición de los presos, no es de extrañar que fueran miles los prisioneros muertos por extenuación a causa del trabajo en la cantera. Estos escalones eran conocidos como la escalera de la muerte. Los rojos españoles dejaron sangre, sudor y lágrimas sobre aquellas piedras. Francisco Méndez no se libró de la maldita escalera, pero también hizo trabajos de allanamiento del campo, tuvo que cavar, cargar vagonetas y transportar la tierra.

Los prisioneros enfermos iban al dispensario. Pero pronto aprendieron que no debían caer nunca allí, a menos que fueran incapaces de sostenerse en pie. Los médicos SS lo visitaban regularmente con el propósito, no ya de curarlos, sino de experimentar con ellos o de exterminarlos. Aunque parezca mentira, trabajar era siempre una buena noticia, pues la incapacidad laboral se pagaba con la vida y escaparse era una quimera. Torres de vigilancia y guardianes SS rodeaban todo el campo. Aunque la mayoría de los presos murieron por agotamiento, palizas, torturas, hambre o enfermedades, Mauthausen dispuso también de una cámara de gas, en uso desde marzo de 1942, era como una sala de duchas, en la que el gas entraba por las alcachofas. Según los registros existentes hubo 449 españoles gaseados. Luego, los cadáveres se arrojaban a los hornos del crematorio. Por su chimenea salía un humo denso de color marrón. Un intenso olor a carne quemada impregnaba todo el campo y también los alrededores. Los prisioneros que lograban sobrevivir lo conseguían a base de juventud, salud y mucha suerte. La edad fue un factor importante, la mayor parte de los que superaban los 45 años, desaparecieron en poco tiempo.

Gusen, el infierno mismo

Dependientes de Mauthausen, campo principal, existían cuarenta y nueve campos anexos o Kommandos, siendo Gusen el más importante. Situado a cuatro kilómetros del anterior, Gusen albergó un número similar de presos y tenía su propia cantera de granito. El panorama no difería del de otros lugares: piedras transportadas por columnas de esclavos[1].

El 17 de febrero de 1941, Francisco Méndez fue transferido a Gusen junto a otros deportados, entre ellos Antonio Gemio Sánchez (Huelva) y Alfredo Gómez López (Nerva). Formaban parte de la segunda expedición de presos que salía de Mauthausen para descongestionar el campo. La primera expedición había llegado a Gusen tres semanas antes, el 24 de enero de 1941 y a ella pertenecían Antonio González Díaz (Almonaster la Real), Nicomedes González Pablos (Nerva) y Pedro López Martín (Nerva). Al llegar al campo, a cada preso le ataban en la muñeca izquierda un trozo de chapa en el que iba grabado el nuevo número de prisionero. A Francisco Méndez le correspondió el 45.509, con este número se le conocería durante el tiempo que aguantara en Gusen. A su llegada observó el humo denso y nauseabundo que destilaba la chimenea del horno crematorio, encendido noche y día, y a pleno rendimiento.

Poco a poco, a lo largo del año 1941 se fueron incorporando a Gusen gran parte de los onubenses deportados en Mauthausen, entre ellos Manuel Beltrán Rodríguez (Villanueva Castillejos), Francisco Fernández Villavieja (Nerva), Antonio Hermoso Iglesias (El Campillo), Amador Maldonado García (El Campillo), Eulogio Martín Martín (Cortegana), Román Navarro Valera (Nerva) y Antonio Redondo Arenas (Tharsis). Y en 1942, Francisco López Bermúdez (Nerva) y José Vázquez Sánchez (Cortegana).

Pronto se percataron los onubenses que las condiciones en Gusen eran incluso peores. Desde su llegada se ponía a prueba la fuerza de los prisioneros, se los hacía correr y se eliminaba a los débiles. Una de las formas de exterminio ensayadas en Gusen consistía en las «duchas heladas», método desconocido en los demás campos y que tenía lugar de noche para evitar que los demás presos conocieran el mecanismo de esta matanza. Al barracón de las duchas iban grupos de presos de la enfermería escoltados por los SS. Los condenados recibían chorros de agua helada a fuerte presión, mientras que sus verdugos los golpeaban con palos salvajemente hasta caer al suelo. Como los desagües se habían taponado previamente, el agua cubría los cuerpos caídos y morían, bien ahogados o por congelación. Luego se llevaban al crematorio para ser incinerados. Una variante del método consistía en mojar a los presos con agua helada y dejarlos al raso toda la noche hasta morir congelados.

Tras regresar sin fuerzas de los trabajos de la cantera, los kapos imponían en los barracones su propio reglamento. Castigaban a los prisioneros a su antojo y se quedaban con su ración de comida. Tal odio cosecharon, que el día de la liberación del campo recogieron en unos minutos todo el odio que habían sembrado: fueron pisoteados, arrastrados y apaleados hasta morir por los propios presos.

Si un preso caía enfermo y no podía desempeñar su trabajo, se le consideraba un inútil y se convertía en un candidato a ser eliminado. A muchos enfermos les pusieron inyecciones letales en el corazón a base de benceno, gasolina o éter; y sobre otros se hicieron trepanaciones para estudiar la función del cerebro y otros experimentos. El efecto de todo ello no hay que medirlo en función de las víctimas causadas, que fueron muchas, sino en términos de terror. El terror que sentía cada deportado de saber que si caía malo o quedaba débil para trabajar, se cernía sobre él la sombra de la muerte. Había que ocultar que se estaba enfermo, pues difícilmente salía uno vivo de la enfermería.

Debido a la escasa alimentación, a los trabajos forzados y a los malos tratos, los cuerpos no aguantaban más. La esperanza de vida era de unos seis meses desde la fecha de la llegada al campo, el peso medio de los prisioneros se situaba en torno a los 40 kilos y confiaban llegar al domingo para ahorrar fuerzas y sobrevivir una semana más. Gusen era un campo de exterminio y en él fueron masacrados la mayor parte de los 7.000 españoles muertos en Mauthausen. De los quince onubenses que fueron a Gusen, doce perdieron allí la vida.

Con el paso del tiempo, algunos prisioneros pasaron a desempeñar trabajos especializados: peluqueros, sastres, zapateros, carpinteros, relojeros, pintores, oficinistas, intérpretes, etc. Los españoles constituían una importante reserva, uno de cada cinco era artesano. Los SS necesitaban mano de obra especializada para los distintos talleres existentes en el campo. A Méndez le preguntaron sobre sus conocimientos como zapatero, pues el valverdeño tenía declarado en su ficha que su oficio era ese. Pero los SS no se fiaban de cualquiera, así que formaban filas de diez hombres para elegir a los mejores. Como en las filas se colaban presos ajenos a la profesión con idea de salir elegidos y zafarse así de los trabajos más duros, los SS les ponían a prueba para comprobar si era ese su oficio: los zapateros debían mostrar su habilidad con el «hilo de zapatero», debían fabricar uno.

No le fue difícil a Francisco pasar la prueba, ya que conocía bien su oficio: tomó un ovillo de cáñamo y agarró el extremo del hilo, se lo puso sobre el muslo y lo empezó a friccionar con la palma de la mano. Al tirar luego de él, logró que el cáñamo deshilachara y rompiera, quedando el hilo con la punta deshilachada y fina. A continuación desenrolló del ovillo un metro de hilo y repitió la misma operación, friccionando el hilo sobre el muslo, deshilachando y rompiendo. Hizo lo mismo varias veces, obteniendo trozos de hilo de un metro de largo con las puntas deshilachadas en los extremos. Al juntar todos los trozos obtuvo un hilo más grueso pero manteniendo las puntas deshilachadas. Utilizando un trozo de cera, enceró el hilo para darle consistencia y que no se rompiera. Luego enrolló las puntas deshilachadas en sendos pelos de cerda y mostró a los alemanes su obra: el hilo de zapatero, un hilo fuerte y apto para coser el calzado. Los SS no tuvieron duda, seleccionaron a Méndez para trabajar en el taller de zapatería. Como zapatero debía confeccionar botas de cuero a medida para los oficiales alemanes del campo y reparar calzado en general. Ocasionalmente fabricó también, para los deportados que carecían de sandalias, una especie de chancletas con suela de madera y con una tira de cuero o goma en un extremo para sujetar el pie.

La situación de Méndez «mejoró» respecto a otros prisioneros al dejar el duro trabajo de la cantera del que difícilmente se salía con vida, aunque no hubo mejora en la ración alimenticia. La comida seguía siendo escasa y pobre: agua caliente con cualquier verdura cocida. Perdió con los años algunos dientes debido a la malnutrición sufrida en Gusen. Seguía con la cabeza rapada para evitar los piojos y pasando mucho frío. Sobre todo cuando tenía que salir al patio con sus compañeros, desnudos completamente, mientras los alemanes procedían a desinfectar los barracones del campo. En estos casos los presos permanecían todos juntos, apiñados unos con otros, para darse calor.

Francisco Méndez no podía ocultar un miedo atroz cada vez que tenía que pasar una revisión médica. Porque si el médico encontraba en un preso pulmones enfermos (tuberculosis), diarreas o síntomas de locura, no había escape. Allí mismo, en la enfermería, le suministraban una inyección de benceno para causarle la muerte instantánea. En cierta ocasión le apareció a Francisco un forúnculo en las nalgas que le daba la lata. No tuvo más remedio que ir a la enfermería y que un médico alemán le diera un corte para drenar el pus. Pero nada más, Méndez salió zumbando hacia el trabajo y las curas corrieron por su cuenta.

La suerte de ser zapatero le permitió sobrevivir en el campo, a pesar de los golpes recibidos y de haber pasado por todas las etapas de horror que pueda recordar un ser humano.

Liberación de los campos

La guerra tocaba a su fin, las fuerzas soviéticas avanzaban hacia el interior de Alemania por el este y las aliadas por el oeste. Durante los días 2 y 3 de mayo de 1945 el miedo se apoderó de los SS y fueron desertando tanto en Gusen como en Mauthausen, unos de uniforme, otros con ropa civil, huyendo a los bosques y a las montañas al otro lado del Danubio. El control de ambos campos pasó a depender de un contingente compuesto por miembros de la policía municipal y del cuerpo de bomberos de Viena, replegados de dicha ciudad al haber sido ocupada por los rusos.

En la mañana del sábado 5 de mayo llegó a Mauthausen una patrulla de reconocimiento al mando del sargento Albert J. Kosiek. Se trataba de veintidós norteamericanos de la 11.ª División Acorazada del Tercer Ejército de Patton, iban en tres vehículos blindados y en cuatro jeeps. Al atravesar la entrada de la fortaleza con el águila alemana presidiendo la puerta, los norteamericanos no podían creer lo que veían sus ojos: miles de personas abrazándose, llorando, cantando. Y se quedaron atónitos al ver a un grupo de enfermos caminando hacia ellos, como esqueletos vivientes, casi desnudos, tambaleándose. La patrulla de Kosiek desarmó a la guarnición austriaca y se dispuso a examinar el campo, viendo la cámara de gas, el crematorio, la cantera, caminando todo el tiempo entre pilas de cadáveres. Las escenas de horror del campo pusieron a prueba el temple de los soldados. Los norteamericanos presenciaron un momento de gran emoción cuando un grupo compuesto principalmente por republicanos españoles cogió a lazo el águila de bronce situada sobre la esvástica de la entrada y la tiró al suelo. La foto fue tomada por el preso Francisco Boix, siendo la única que se conoce de ese 5 de mayo de 1945, día de la liberación. Kosiek y sus hombres abandonaron el campo esa tarde pero prometieron volver al día siguiente con más fuerzas.

El control de Mauthausen y Gusen estuvo, en la noche del 5 al 6 de mayo, en manos de los prisioneros. Se preparó un comité para defender la fortaleza en caso de que los SS regresaran. Se habían requisado numerosas armas de la armería y se estimaba en 3.000 el número de presos armados. Un destacamento norteamericano llegó a la mañana siguiente y encontró el campo custodiado por los antiguos presos provistos de armas ligeras alemanas. Los republicanos españoles habían preparado una pancarta de grandes dimensiones para dar la bienvenida a los soldados. Se había colocado en la puerta principal y en ella podía leerse en castellano: Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas liberadoras. En la parte inferior de la pancarta aparecía en menor tamaño la frase escrita en inglés y en ruso.

Pero allí seguían los cadáveres apilados, el hedor penetrante y miles de prisioneros famélicos que no podían arrastrar su propio cuerpo. Llegaron equipos médicos, hospitales de campaña y convoyes de víveres. Los norteamericanos obligaron a los habitantes de los pueblos cercanos a ayudar en las tareas de limpieza, a cavar zanjas y enterrar a los muertos. Era una forma de penalizar a la población austriaca que se declaraba ignorante de lo que sucedía en los campos, cuando hasta ellos llegaba el olor nauseabundo de los hornos crematorios.

En la administración del campo y en el laboratorio fotográfico trabajaron prisioneros republicanos que lograron hacer una copia de las fichas de cada preso español y ocultar cientos de fotos y negativos sobre las atrocidades cometidas en el campo. El fotógrafo catalán Francisco Boix acudió en calidad de testigo a los juicios celebrados ante el Tribunal de Nuremberg en 1946. Como prueba presentó las fotos sustraídas del campo que sirvieron para inculpar a los SS de crímenes de guerra y llevarlos a la horca.

Francisco Méndez contó a su esposa que al llegar a Mauthausen en 1941 el comandante del campo, en su salutación de bienvenida al contingente español con ayuda de un intérprete, subrayó una frase que en un principio el valverdeño no supo entender: Por esta puerta habéis entrado y girándose para señalar la chimenea del horno crematorio agregó: y por allí será por donde saldréis. Méndez no tardaría mucho tiempo en comprender el significado de aquello. En efecto, del conjunto de republicanos españoles que pasaron por el complejo Mauthausen-Gusen, 7.000 de ellos salieron por el humo de sus chimeneas. Esta es la cifra que hoy día figura en el monumento erigido a los republicanos españoles en Mauthausen.

Regreso a la libertad: Francia

A mediados de mayo empezó la repatriación. Los presos liberados salieron del campo vestidos con ropa civil. Pero el problema de los republicanos españoles no terminaba con su liberación, no podían volver a la España de Franco. Aunque libres, seguían siendo unos desgraciados sin patria, sin poder regresar al pueblo que los vio nacer. Hubieron de solicitar asilo en otros países y la mayoría optó por establecerse en Francia, país que aceptó acogerles y facilitarles salvoconductos.

Al quedar libre, Francisco Méndez pasó nueve días de reposo en una aldea alemana y el 24 de mayo fue repatriado a Francia por tren. Su primer destino fue el Centro de Acogida de Prisioneros y Deportados en Villejuif, un barrio del sur de París. Allí le dieron una camisa, un calzoncillo, un par de zapatos y 7.250 francos. En este centro estuvo doce días, del 28 de mayo al 9 de junio. Luego pasó al Hotel Lutétia, un elegante, bello y lujoso hotel parisino, construido en 1910 y situado en la orilla izquierda del Sena, en pleno barrio de Saint Germain des Prés. La Gestapo tuvo en él su cuartel general y en estos días fue utilizado como centro de acogida de los deportados procedentes de los campos nazis. Francisco recibió un traje, ropa, jabón, 80 gramos de tabaco y vales de comida para diez días. Su principal preocupación era recobrar la salud y buscar un medio de vida. Tras permanecer dos semanas en el hotel, Francisco Méndez y su compañero de cautiverio, Joaquín Mas, viajaron el 22 de junio de 1945 a la ciudad de Lille.

Méndez se colocó en una fábrica para barrer y limpiar sus instalaciones, pero no le agradaba el trabajo, añoraba su oficio de zapatero. Un día conoció casualmente a un italiano que buscaba una persona que supiera hacer botas a medida. Méndez no lo dudó, dejó la fábrica y empezó a trabajar como zapatero artesano. Al poco tiempo conoció a la simpática y joven Marie Louise Dordogne, a la que hizo su esposa. El trabajo no faltaba y con lo que aportaba Marie Louise como bordadora decidieron establecerse por su cuenta, alquilando un pequeño taller de reparación de calzado. Un día su esposa le dijo: Francisco, yo puedo hacer eso, ¿por qué no me enseñas?

Poco a poco Marie Louise fue aprendiendo el oficio utilizando una máquina de coser. Además de zapatos arreglaba también bolsos y chaquetones de cuero. De este modo, trabajando noche y día y sin malgastar un solo franco se hicieron con un taller propio. En Lille permanecieron doce años. En 1957 se mudaron a Saint-Pol-sur-Mer, una localidad costera pegada a Dunkerque. Desde este lugar, Marie Louise envió en 1959 una carta a Mariana Méndez, la hermana pequeña de Francisco, pues él no se atrevía a escribir. Una mañana recibí una carta escrita en francés, nos la tuvieron que traducir -aclara Mariana- fue una sorpresa tremenda, Francisco estaba vivo, casado y con cuatro hijos, dos niñas y dos niños mellizos. Era mucho tiempo sin saber de él, veinte años sin tener noticias suyas, le habíamos dado por muerto. Tan sólo recibí de él una tarjetilla desde el campo de Septfonds, en 1939, diciendo que se encontraba bien.    

A raíz de esta primera carta se inició un intercambio epistolar con fotografías, de tal suerte que Francisco y Marie Louise decidieron ir a Valverde con sus cuatro hijos, Josette, Francine y los mellizos Jean y Emmanuel, para ver a la familia. La ocasión surgió para asistir a la boda de su primo Luciano Llanes Méndez, celebrada el 27 de mayo de 1960. Francisco viajó con pasaporte francés, una vez obtenida su nueva nacionalidad el 19 de septiembre de 1958. Los viajes a Valverde se repitieron cada dos años.

Pero el deseo de Francisco era establecerse en el sur de Francia, cerca de la frontera española, así los viajes a Valverde serían más cortos. Pronto supieron de un taller de zapatería que se vendía en Pamiers, al sur de Toulouse, lo compraron y se mudaron en 1972. Cosas del destino, su vivienda en Pamiers distaba tan sólo 8 kilómetros del campo de Le Vernet, el primer campo que pisó a su llegada a Francia.

Francisco Méndez salió de los campos nazis con importantes secuelas: bronquitis, artrosis, lumbalgias, problemas digestivos y cardíacos, cefaleas, neuralgias e insomnios, un poco de todo. Poco a poco, llevando una vida tranquila, recuperó parte de su salud física, pero por su cabeza seguía pasando la película de los horrores del campo. Las horribles experiencias vividas allí le traumatizaron de tal modo que nunca acabaría por reponerse del todo. Se solía despertar a media noche angustiado por algún mal sueño sobre el campo ―confiesa Marie Louise― sufría pesadillas, sentía miedo y lloraba. Me hablaba de sus sufrimientos, del hambre pasada (buscando gusanos para llevarse a la boca), del olor que desprendían las noches cuando quemaban en el crematorio aquellos cuerpos esqueléticos. Tenía necesidad de hablar y fuera la hora que fuese en la noche, yo le escuchaba hasta que se aliviaba de la pena y descansaba. No hay duda de que Marie Louise debió tener una paciencia infinita con él.

Tras salir liberado del campo, Francisco fue perdiendo el contacto con otros españoles, no le gustaba recordar, quería olvidar. Intentaba huir del pasado únicamente por su deseo de seguir viviendo. Delante de él no se podía hablar de enfermedades, ni de hospitales, ni de muerte. De hecho, guardó hasta tal punto su pasado que ni siquiera sus hijos conocen detalles de su vida en aquel infierno. Francisco no habló de su experiencia a nadie, tan sólo a su esposa que hizo de enfermera, confidente y amiga. Solía decir que nadie podía imaginarse aquel infierno, a menos que lo hubiese vivido, se guardaba las cosas para sí. El trabajo y los viajes le ayudaban a mantener la mente liberada de tanto sufrimiento, pero no siempre lo conseguía. Había varias cosas que recordaba de forma especial ―finaliza Marie Louise― el hambre, el frío y el olor de los cuerpos quemados que lo impregnaba todo.

Francisco Méndez era una persona solitaria e introvertida. Pero tenía una ambición, la de tener algo, la de llegar a ser alguien, tenía falta de eso, máxime cuando había sido tratado por los nazis peor que cualquier animal. Cuando trabajaba en su banquilla de zapatero solía canturrear fandangos de su tierra y canciones de Antonio Mairena.

El 15 de julio de 1960 se firmó un acuerdo entre el gobierno francés y el alemán, en virtud del cual las víctimas francesas perseguidas por el régimen hitleriano tendrían derecho a una indemnización. De este modo los republicanos españoles, que como integrantes del ejército francés fueron capturados y enviados a los campos nazis, fueron incluidos entre las víctimas francesas y en consecuencia indemnizados con una paga mensual del gobierno alemán de 180 marcos. Además, por haber pertenecido al Cuerpo de Carabineros el gobierno socialista de Felipe González le concedió también una pequeña paga mensual desde el año 1989. Francisco Méndez falleció de un ataque al corazón en su domicilio de Pamiers, el 30 de diciembre de 1995, a los ochenta y dos años de edad. El féretro fue envuelto en la bandera francesa y sus camaradas colocaron encima una placa de mármol negro con la inscripción: Les Anciens Déportés et Internés à leur Camarade.

No perteneció a ningún grupo político, se definía tan sólo como un republicano español. Un republicano español hasta la muerte.

Fuentes

Documentación de Marie Louise Méndez (esposa, residente en Francia) ► Mariana Méndez Moreno (hermana) ► Josefa Sánchez Bonaño (cuñada) · Luciano Llanes Méndez (primo) ► Francisco Méndez Sánchez (sobrino) ► José Sánchez Lazo (zapatero) ► Pike, David Wingeate: Españoles en el Holocausto. Vida y muerte de los republicanos en Mauthausen. Edit. Mondadori. Barcelona, 2003, pp. 72-477 ► Serrano, Secundino: La última gesta. Los republicanos que vencieron a Hitler (1939-1945). Edit. Aguilar. Madrid, 2005, pp. 200-207 ►  Bermejo, Benito y Checa, Sandra: Libro Memorial. Españoles deportados a los campos nazis (1940-1945). Ministerio de Cultura. Madrid, 2006, pp. 87-88 ► Checa, Sandra y del Río, Ángel: Andaluces en los campos de Mauthausen. Centro de Estudios Andaluces. Junta de Andalucía. Sevilla, 2006, p. 244 ► Pons Prades, Eduardo: Republicanos españoles en la 2ª Guerra Mundial. Edit. Planeta. Barcelona, 1975, pp. 36-47 ► Pons Prades, Eduardo y Constante, Mariano: Los cerdos del comandante. Españoles en los campos de exterminio nazis. Edit. Argos Vergara. Barcelona, 1979, pp. 173-275 ► Constante, Mariano: Los años rojos. Españoles en los campos nazis. Edic. Martínez Roca. Barcelona, 1974, pp. 103-212 ► Bermejo, Benito: Francisco Boix, el fotógrafo de Mauthausen. RBA. Barcelona, 2002, pp. 124-141 ► Cohen, Monique y Malo, Eric: Les camps du sud-ouest de la France (1939-1944). Edit. Privat. Toulouse, 1994, pp. 43-47 ► VVAA, Guérilleros en terre de France. Les républicains espagnols dans la Résistance française. Edit. Amicale des anciens guérilleros. Pantin, 2000, pp. 259-261 · Registro Civil de Valverde, Nacimientos, Tomo 43, fol. 183.


[1] Un nuevo campo, Gusen II, a un kilómetro del anterior, se inauguró el 9 de marzo de 1944. Se trataba de una instalación subterránea con grandes túneles, fuera del alcance de las bombas aliadas, donde se fabricaban armas y piezas de aviones. Se llegó incluso a abrir un Gusen III, el 16 de diciembre de 1944, donde los presos trabajaban en una planta de producción de ladrillos. Pero en estos dos campos, apenas si hubo españoles.