Francisco García Lara

Pulianillas
Granada
Garzón García, Juan José

Mi abuelo Francisco García Lara nació en Castillo de Locubín (Jaén) en 1895. Se casó con Antonia Cano Aguilera y se trasladaron a residir en Las Casillas de la Carrasca de Martos (Jaén). Su trabajo, bracero del campo. Con dos hijos de un mes y tres años, se establecieron en Pulianillas, municipio próximo a Granada, para labrar las tierras de la finca San Antón.

En 1936, con 42 años de edad, mi abuelo era alcalde de Pulianillas. Al comienzo de la sublevación militar franquista, se le conminó a presentarse en el cuartel de la Guardia Civil de Maracena. Se presentó y desde ese momento no supieron nada más de él.

Siendo yo era niño mi madre contaba ―cuando yo le preguntaba por el abuelo― que los sublevados, al entrar en Pulianillas, editaron una proclama asegurando que «todos aquellos que no tuvieran las manos manchadas de sangre, se presentaran ante las autoridades, pues no tenían nada que temer». Según contaba mi madre, el abuelo se presentó en el cuartel de la Guardia Civil… y, desde ese momento, no se volvió a saber nada más de él. Eso es lo único que supe durante mi infancia. Mi madre no decía nada más… se callaba, y no fue hasta más adelante cuando me interesé por conocer la historia de mi abuelo.

Las noticias que llegaron, mucho tiempo después, decían que tras su detención, cuando se procedía a su traslado desde el calabozo de la Guardia Civil de Maracena, mi abuelo se tiró del camión en un intento de huida, siendo alcanzado por las balas de los guardianes. Permaneció oculto y herido en un maizal perteneciente al denominado «Cortijo de la Mona» de Maracena. Dicen que ahí fue ayudado con comida y por ello pudo subsistir durante más de un mes, pero finalmente la gravedad de las heridas, el hambre y el frío le obligan a salir al camino, donde volvió a ser detenido.

Su esposa, mi abuela, intentó conocer lo que había sucedido. Las autoridades le dijeron que se encontraba herido en el Hospital de San Juan de Dios de  Granada, pero se le prohibió acudir a visitarlo. Diariamente iba al hospital a preguntar por él, hasta que un buen día le comunicaron que había fallecido y que había sido enterrado. Nunca llegó a verlo; nunca pudo despedirse de él; nunca se supo el lugar donde fue enterrado.

Mi abuela reclamó reiteradamente su cuerpo para darle sepultura, pero la respuesta siempre fue la misma: que no era posible; que se encontraba en una fosa común.

A partir de un momento el sufrimiento de mi abuela se convirtió en una losa de silencio y de resignación. Se enfrentaba a la necesidad de sacar dos hijos adelante (de diez y trece años) en un contexto de vigilancia y aislamiento por ser la viuda de un alcalde republicano, enemigo del régimen dictatorial que se instauró en España tras la victoria del ejército franquista.

Tras el secuestro y asesinato de mi abuelo, mi abuela siguió labrando las tierras del cortijo San Antón, ayudada por su hijo de diez años… y luchó por sobrevivir. Sobrevivir al hambre, al aislamiento… al dolor. Sobrevivir al asedio de las autoridades impuestas.

El miedo y el silencio se convirtieron en el eje de su existencia. Aprendió tanto a distanciarse del dolor que en un momento ―ya avanzada la guerra― obligaron a su hijo de 14 años a llevar armas al frente nacional, con una mula de su propiedad. Mi abuela no dudó en protegerlo, prestándose ella misma a transportar las armas hasta el frente.

Hechos similares se sucedieron durante la guerra civil y la posguerra, con objeto de mantener el estado de terror y el silencio de los vencidos. Todos esos años fueron de dolor, penurias y humillación para mi abuela, mi madre y su hermano.

Según me he ido haciendo mayor, he tomado conciencia de que el silencio había conseguido borrar la memoria de mi abuelo. De él no se hablaba en la familia. Para saber de él tenía que preguntar y en cierto momento temí que quienes me podían contar sobre él fallecieran. Ese fue el momento en que empecé a indagar en un intento de reconstruir su historia, si bien hay facetas que nunca llegaré a conocer.

Recientemente, al conocer por mediación de la Asociación Nuestra Memoria de Sevilla, hemos conocido el expediente de la detención del abuelo, donde consta que su cuerpo fue enterrado en la fosa n.º 99 del patio llamado Hoyos del Hospital del cementerio municipal de Granada.

Mi interés es que se abra dicha fosa y recuperar los restos de mi abuelo  Francisco García Lara para poder enterrarlo dignamente. Que descanse junto a los de mi abuela Antonia Cano Aguilera, que tanto sufrió a lo largo de su vida por estos hechos.