Francisco Galán Morales

Sanlúcar de Barrameda
Cádiz
Romero Romero, Fernando

Manuel Barbadillo narra en Excidio las fugas de cuatro sanluqueños que lograron huir cuando los sacaron del castillo de Santiago para fusilarlos. La primera fue la del joven anarcosindicalista Francisco Galán Morales, a quien apodaban Santero. Ocurrió el 1 de septiembre de 1936. Esa madrugada los guardias civiles y carabineros tuvieron que entrar «como una tromba» en la estancia donde se alojaban los presos. Los fusilamientos se venían repitiendo desde hacía ya tres semanas y los detenidos sabían que aquellas sacas de madrugada —esta era la quinta— no eran para trasladarlos al Penal del Puerto, como se anotaba en el registro de presos del castillo. Se resistieron a salir cuando los llamaron, pero terminaron rindiéndose a la fuerza y con el Santero aquella noche también sacaron al exconcejal socialista Francisco Serrano Palma, Francisco Galán Lozano, a quien apodaban Chato de la Gabriela, José Romero Jiménez, al sevillano Rafael Expósito, a José González Mora y a Juan Caro Espinar. El camión los llevó a la carretera de Jerez y se detuvo a la altura del rancho del barón de Tormoye. Los bajaron y los colocaron en fila para eliminarlos, pero el Santero se escurrió justo cuando iban a fusilarlo y corrió —dice Barbadillo— «loco de terror bajo una lluvia espantosa de balas». Los guardias civiles lo buscaron durante varias horas, pero le perdieron la pista.

            La segunda fuga se produjo la madrugada del 7 de noviembre cerca de los recreos de El Puerto. Al descender de camión, dos de los siete hombres que iban a ser fusilados saltaron una alambrada y echaron a correr sin que los guardias fueran capaces de alcanzarlos. Eran el ex guarda rural Diego López Prat y un marinero llamado Palma. Más arriesgada fue, si cabe, la fuga de Antonio Berrocal Navarro diez días después. Lo llevaban con otros cuatro a El Puerto de Santa María. Iban sentados en el fondo de la caja del camión y a su alrededor, en sillas, diez guardias que los custodiaban. Cuando llegaron al cementerio, con el vehículo todavía en marcha, Berrocal «saltó como un gato» y se perdió entre las callejas del Puerto sin que la «racha de balas» pudiera detenerlo.

            ¿Qué suerte aguardó a los fugados? Diego López fue el más desafortunado de todos: buscó refugio en la hacienda Campis, pero lo delató el capataz y fue capturado por una cuadrilla de falangistas que lo asesinaron frente a la viña El Charruao. Barbadillo supone que Berrocal logró escapar, aunque quizás herido por los disparos. Palma llegó al Puerto, se embarcó en un pesquero que lo llevó a Barbate y allí obtendría pasaje en un barco para pasar al norte de África («al Moro», en palabras de Barbadillo). De la peripecia de Francisco Galán, el Santero, de quien Barbadillo solo dice que logró ocultarse en la sobra de la noche «sin que pudiera ya predecirse su paradero», sabemos algo más porque fue apresado de nuevo en 1939 y la documentación que generó su procedimiento sumarísimo ofrece información sobre sus antecedentes políticos y trayectoria hasta el final de la guerra.

            Francisco Galán Morales había nacido en Sanlúcar el 11 de marzo de 1915 y vivía con sus padres, Mariano y Matilde, en el número 8 de la calle Dorantes. Albañil de profesión, tenía el carné 313 de la sociedad del ramo de la construcción La Constancia, en la que fue elegido para desempeñar los cargos de vocal el 7 de mayo de 1936 y secretario 1º el 13 de julio. Un informe de la Guardia Civil sanluqueña lo presentaba como «activo propagandista del anarcosindicalismo». Haber formado parte de la junta directiva de un sindicato de la CNT habría sido razón más que suficiente para que los sublevados en julio contra la República viesen en él a un potencial enemigo y fue uno de los más de trescientos detenidos que entre el 23 de julio y finales de 1936 ingresaron en el castillo de Santiago por orden de la Comandancia Militar. Lo detuvieron a finales de julio y la minuciosa labor de investigación desarrollada por la Delegación de Orden Público no tardó en poner en claro que el secretario del sindicato de la construcción de la CNT no había sido un mero espectador de la resistencia contra los golpistas.

            Entre las declaraciones tomadas en agosto de 1936 por la Delegación de Orden Público para identificar a los resistentes había varias referencias a Francisco Galán. Ignacio Alfaro declaró que la mañana del 19 de julio se lo encontró en la calle y le dijo que había ido al Puerto de Santa María con Arturo Jiménez —uno de los miembros de comité del Frente Popular sanluqueño— y que «allí no había nada de militares». José Miguélez declaró que la mañana del 19 pasó por la carretera del Puerto un camión con unos doce o quince «revoltosos», algunos de ellos armados con escopetas, entre quienes reconoció a uno que «cree que le dicen “Santero” aunque no está seguro». Entre los papeles de la Delegación de Orden Público también había un documento sin firmar, pero que se atribuía a Miguélez, que se refería al ocupante del camión como «secretario del ramo de la construcción». En otra declaración, de Francisco Ramos Hermoso, constaba que un individuo conocido por Rubio «que le dicen también Santero» capitaneó a un grupo de gente armada que la mañana del 19 de julio fue en autobús hasta Arroyo Hondo con el propósito de volar el puente, si bien regresaron diciendo que ya había sido volado cuando llegaron. Fue el propio Galán quien ordenó, a su manera, aquellos datos inconexos en la declaración que prestó el 31 de agosto.

            El Santero declaró que la noche del 18 de julio, cumpliendo instrucciones del dirigente anarcosindicalista Rafael García Muñoz —uno de los organizadores de la resistencia en Sanlúcar—, viajó a El Puerto de Santa María en un coche conducido por el chofer David Fiteni Serrano. Completaban la expedición Arturo Jiménez Fernández—vocal socialista en el comité del Frente Popular, que era capitán de infantería retirado y esa noche vestía el uniforme militar—, el cartero y exconcejal Francisco Clavijo Romero y Tomás Ponce Faneca. Estuvieron en El Puerto una media hora, durante la que él aseguraba haberse quedado durmiendo en el coche, y regresaron a Sanlúcar todos excepto Arturo Jiménez. Cuando volvieron se encontró a Ignacio Alfaro, a quien contó lo del viaje al Puerto, y después se marchó a su casa. El día siguiente se cruzó con el autobús que solía hacer el servicio de pasajeros a Cádiz, que iba cargado de gente armada, y lo invitaron a subir; se montó en el pescante y cogió una «bandera comunista», pero rehusó tomar una escopeta. Dijo que estuvieron en El Palmar y más allá de Sanlúcar el Viejo, pero no recordaba que el autobús llegase hasta Arroyo Hondo y regresó a Sanlúcar con el médico Rafael Otaolaurruchi, que había ido a atender a un herido en aquella zona. Concluyó la declaración diciendo que sobre la una de la tarde estaba en su domicilio y los dos días siguientes «paseó por las calles y estuvo en su casa sin intervenir en nada»; la noche del martes 21 se marchó con toda la familia a casa de su abuela, en El Mazacote, donde permaneció seis días sin moverse de la zona, y después volvieron todos a Sanlúcar, pero él fue detenido cuando a mediodía trataba de regresar a casa de la abuela.

            El relato del Santero no convenció a nadie y el mismo día que prestó la declaración lo apuntaron en la lista de los que iban a ser asesinados esa madrugada. El fusilamiento ya sabemos cómo acabó: corriendo «loco de terror bajo una lluvia espantosa de balas». Los rebeldes sanluqueños tardarían dos años y medio en volver a tener noticias suyas. Al terminar la guerra estaba preso en el campo de concentración de Alicante, desde donde pasó al castillo de Santa Bárbara de la misma ciudad. Y el 13 de agosto de 1939, tras haber sido reclamado por la alcaldía de Sanlúcar, ingresó en la prisión provincial de Cádiz y quedó detenido a disposición de la Auditoría de Guerra.

            Los Servicios de Justicia de Cádiz tardaron un año en ordenar la apertura del procedimiento sumarísimo y Francisco declaró  por primera vez ante el juez militar que le instruía el sumario por delito de rebelión militar, el teniente José María Ribas Bensusan, el 30 de septiembre de 1940. Dijo que cuando el 1 de septiembre de 1936 fue sacado del castillo de Santiago y conducido en camión por la carretera de Jerez de la Frontera, consiguió «escapar y llegar a campo traviesa después de dos meses andando a Sierra Nevada, donde fue hecho prisionero por una guardia ferroviaria. Lo llevaron en camión a Alcázar de San Juan y desde allí, en ferrocarril, a Madrid. Tras permanecer cuatro meses ingresado en el cuartel de evadidos y prisioneros, fue encuadrado en el 5.º Batallón de la II División del Ejército de la República, con el que estuvo destinado en los frentes de Madrid, Levante, Guadalajara, Teruel, Cuenca, de nuevo Madrid y le cogió el final de la guerra cuando iba camino de Valencia «para sofocar el levantamiento comunista».

            En esa declaración de septiembre de 1940 el Santero intentó omitir o enmascarar todo cuanto pudiera resultar comprometido. No tenemos otra fuente que permita contrastar su versión de lo que ocurrió antes de la madrugada del 1 de septiembre de 1936, pero lo que contó respecto a su actuación anterior a esa fecha en nada se parece a la realidad. Para empezar, su profesión era barbero, no albañil, y perteneció a la CNT «para poder trabajar sin que desempeñase ningún cargo ya que no sabía leer ni escribir, por aquel entonces». Y no solo quiso evitar que se recordase que había sido el secretario del sindicato de la construcción, sino que intentó hacer creer que el 18 de julio de 1936 ni siquiera estaba en Sanlúcar. Se inventó que había ido a Cádiz para curarse los oídos en el hospital Mora y que una vez curado fue andando hasta San Fernando, donde se montó en un camión que lo dejó en el cruce de Sanlúcar y después estuvo encerrado en su casa sin salir hasta el día que lo detuvieron.

            Pero la mentira no coló. La Delegación de Orden Público había desaparecido, pero la Comandancia Militar de Sanlúcar aún conservaba las declaraciones que se tomaron en agosto de 1936 y el Santero se encontró entre la espada y la pared cuando el 30 de diciembre tuvo que comparecer ante otro militar, el teniente de artillería Manuel del Pino Lavi. Primero le preguntó primero si ratificaba su declaración de 30 de septiembre, a lo que Galán respondió que sí, y a continuación le puso por delante la que hizo en 1936 y también le preguntó que si la reconocía como suya y la ratificaba. Los dos relatos eran absolutamente contradictorios y no había manera de conciliarlos, pero el Santero volvió a decir que sí, que era suya y que la ratificaba «en todo menos en lo que dice de llevar una bandera comunista, cuyo extremo es incierto y si la firmó lo hizo coaccionado por el juez que le recibió declaración y dos parejas de la Guardia Civil que la presenciaban».

            Al Santero debió de venírsele el mundo abajo el día que declaró ante Ribas Bensusan. Hasta ese momento no era consciente de que se la estaba instruyendo un procedimiento sumarísimo. Solo dos semanas antes, el 13 de septiembre de 1940, había dirigido una solicitud escrita a uno de los jueces instructores militares que actuaban en Cádiz en la que expuso que llevaba dieciocho meses preso sin haber sido sometido a procedimiento y que tenía la «racional sospecha» de que no se le había sometido a interrogatorio alguno por «no haber surgido cargo de que acusarme». Calificó de «anormal» su situación en la cárcel y solicitó la libertad provisional. Y el día 26 reiteró la petición. Pero a partir de ese momento, las esperanzas que pudo haber tenido de ser liberado se derrumbaron como un castillo de naipes. Para empezar, Ribas Bensusan emitió un informe contrario a la liberación —de eso es posible que el Santero no tuviese conocimiento— y después vinieron, como una cadena de mazazos, su primera declaración como inculpado —30 de septiembre—, la notificación del auto de procesamiento —5 de octubre— y aquella nueva comparecencia en la que le pusieron sobre la mesa declaración que hizo en 1936 ante los agentes de Orden Público de Sanlúcar. 

            Aparte de todo eso, el Santero no debía ser consciente de que contra él había caído otra lluvia de acusaciones añadidas a las que constaban en la autoinculpatoria —si es que cabe hablar de «culpabilidad» cuando de lo que se trata es de la resistencia contra el golpe militar— declaración de 31 de agosto de 1936. Uno de los documentos que se incorporaron a su expediente era un informe de la Guardia Civil de Sanlúcar, firmado por el comandante de puesto Domingo Buendía Muñoz, en el que se le acusaba de haber participado la noche del 18 de julio en los «asaltos» al Sport, a la ferretería El Candado y al Monte de Piedad para incautarse de armas, de haber sido el enlace entre Rafael García Muñoz y el cabo Canalejo, y de haber sido miliciano en Málaga tras la fuga y evasión a la zona republicana. Acusaciones que cayeron en saco roto, pues no hubo manera de encontrar quien pudiese verificarlas. No había «pruebas fehacientes», tuvo que admitir Buendía en un segundo informe en el que reconocía que solo se sabía «por rumor público, no pudiéndose citar nombre de personas que depongan la actuación de dicho individuo». El juez instructor también hizo que declarasen los guardias municipales Manuel Guillén y Ricardo Marchena, que en 1936 lo había denunciado, según el servicio de información de Falange, «por haberlo visto con armas entre los elementos extremistas de esta población», pero cuatro años después no fueron capaces de asegurar que fuese armado, aunque el segundo creía que sí.

            A Francisco Galán lo juzgaron en el gaditano cuartel de San Roque el 17 de marzo de 1941. La sentencia recuerda que «se evadió al campo rojo cuando era trasladado a fin de aplicarle Bando de Guerra vigente», pero lo único que consideró probado es que había pertenecido a la directiva de la CNT y que «actuó en los primeros días del Glorioso Movimiento Nacional recorriendo el pueblo de Sanlúcar de Barrameda en unión de los revoltosos, si bien no consta que usara armas, aunque sí fue visto en una ocasión en un camión con otros milicianos, y llevando una bandera roja». Si el tribunal militar hubiese dado por hecho que llevó armas o que fue uno de los organizadores de la resistencia, lo habría condenado a veinte o treinta años por delito de rebelión, pero «solo» le cayeron seis y un día por excitación. Todavía tuvo que esperar seis meses para conocer la sentencia. El capitán general de la región la aprobó el 3 de mayo pero el trámite de notificación no se inició hasta el 11 de septiembre. Como fue habitual en estos casos, no cumplió la pena íntegra: el 15 de octubre de 1941 le concedieron la libertad condicional. Después de todo, tuvo suerte. Más que sus infortunados compañeros de la saca del 1 de octubre de 1936. Él pudo contarlo.

FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA: ● ARCHIVO DEL TRIBUNAL MILITAR TERRITORIAL SEGUNDO, Sevilla, Sumarísimos, leg. 232, doc. 9698 ● M. BARBADILLO RODRÍGUEZ: Excidio. La Guerra Civil en España. Notas al vuelo de lo acontecido en Sanlúcar de Barrameda. Sanlúcar de Barrameda, 2002 ● J. L. GUTIÉRREZ MOLINA: «Anarcosindicalismo y golpe de Estado en el Bajo Guadalquivir: El caso de Sanlúcar de Barrameda», Orto. Revista cultural de ideas ácratas, nº 157-158, abril-septiembre 2010, págs. 29-37 ● J. L. GUTIÉRREZ MOLINA: «Rafael García Muñoz, un anarquista sanluqueño», Foro por la Memoria Democrática de Sanlúcar de Barrameda, nº 1, 2013, págs. 11-21 ● F. ROMERO ROMERO: «La represión contra el comité del Frente Popular de Sanlúcar de Barrameda: Eduardo Asquerino Romo», Foro por la Memoria Democrática de Sanlúcar de Barrameda, nº 3, 2014, págs. 27-33 ● J. A. VIEJO FERNÁNDEZ: La Segunda República en Sanlúcar de Barrameda (1931-1936), Asociación Sanluqueña de Encuentros con la Historia y el Arte, 2011.