Francisca Pizarro Torres

Alcalá de los Gazules
Cádiz

Alcalá de los Gazules, 1910-1989

Mi abuela, Francisca Pizarro Torres, nació en Alcalá de los Gazules (Cádiz) el día 18 de Agosto de 1910. Murió a los 79, después de una vida llena de sufrimientos y sobre todo de lucha, por la época que le tocó vivir, soportando las consecuencias de la Guerra Civil.

Su madre se llamaba Francisca Torres Amador y su padre Antonio Pizarro Álvarez. Mi abuela tuvo cuatro hermanos: José, Antonio, Francisco y María. Su madre murió cuando mi abuela tenía tan solo nueve años de edad, dejándola al frente de la casa y de sus cuatro hermanos. La más pequeña, María, solo tenía dos añitos. En aquel momento comenzó a vestir de negro y ya no se quitaría el luto en toda su vida. Comenzó a trabajar también en el obrador de “madrina”, pelando y triturando almendras junto a su prima Cristobalina.

Se enamoró de ella Manuel, un muchacho unos cuantos años mayor que ella, Manuel Vera Jiménez. Trabajaba en las corchas como casi todo Alcalá. Era hijo de Manuel Vera y de Juana Jiménez (“La Espejita”). Tenía tres hermanos: Juan, Rafael y María.

Manuel y Francisca se casaron en 1926 cuando ella tenía dieciséis años de edad. Tuvieron la alegría de tener a su primer hijo, pero murió a los pocos días, lo que fue un duro golpe para ellos. Después nacerían: Francisca, Manuel, Juana Antonia y José.

Mi abuelo era un hombre de izquierdas, republicano, y escribía libros sobre estos temas, al igual que Francisco hermano de mi abuela, de oficio zapatero y perteneciente a la CNT.

Todo más o menos trascurría con cierta tranquilidad, con la esperanza de vivir tiempos mejores en España, hasta que una noche de verano de 1936 …

La guerra civil ya era una realidad en toda España, pero aún así, la mayoría de la gente en Alcalá intentaba volver a su vida diaria

Aquí comenzaría a desmoronarse la relativa paz que durante muy poquitos días disfrutaban los alcalaínos, pues pronto, gente del mismo Alcalá, adeptos y fanáticos del nuevo régimen se hacían con armas y con mucho odio…se iniciaba así la época más triste de Alcalá. Se iniciaba la represión más atroz y cruel desconocida para todos.

Mi abuela decía que rara era la mañana que no amanecía alguien muerto tirado en la calle. Dentro de este grupo de personas había un “señor” en especial (cuyo nombre voy a obviar por respeto a la familia), que le hizo tanto daño a mi abuela y a su familia que después de muchos años cuando estaba a punto de morir llamaba a mi abuela a gritos para pedirle perdón, pues decía que cuando cerraba los ojos veía cadáveres y sangre por todos lados, y llamaba a voces en su agonía de muerte a Francisca Pizarro para que viniera a verlo y perdonarlo. Por supuesto, se murió y ella no fue a verlo, no sé si alguna vez dentro de su corazón mi abuela llegó a perdonarlo.

Mi abuelo Manuel Vera Jiménez, su hermano Juan, y mi tío Francisco Pizarro, estaban “sentenciados”, también la madre de mi abuelo, Juana Jiménez, “La Espejita”. En una ocasión, le advirtieron: Juana cállate que te vamos a matar”.

A mi abuelo le aconsejaban que cogiera a toda su familia y se fueran lejos de Alcalá, pero mi abuelo decía que el no le había hecho daño a nadie y que se iba, pero a las corchas a trabajar como había hecho hasta entonces.

En estos días, desde un avión, dejaron caer una bomba en plena calle Real. Este suceso lo recuerda mi tía Francisca Vera con bastante claridad a pesar de tener entonces solamente seis años. Cuenta cómo la gente corría de un sitio a otro sin saber donde iban Ella misma estaba con su madre en el horno donde trabajaba y salieron corriendo de allí a reunirse con el resto de la familia.

También en estos días, le comunicaron a mi abuela que estaban preguntando por el paradero de su marido para detenerlo.

Aquella misma tarde, mi abuela, en compañía de su hermana María y de sus hijos, se pusieron en marcha en busca de mi abuelo, sin saber exactamente en qué campo se encontraba trabajando. Les pilló la noche por La Palmosa donde la pasaron a la intemperie, y durmieron todos apretaditos debajo de un chaparro. A la mañana siguiente siguieron andando e iban preguntando a los trabajadores que volvían para el pueblo, si alguno sabía donde estaba Manuel Jiménez. Alguien les dijo que estaba en Las Cobatillas y hasta allí pretendían ir.

Durante el camino, se encontraron con un camión cargado de los vecinos de Marruecos que llegaron a ayudar a Franco. Muchas fueron las salvajadas que cometieron. Al ver a mi tía Maria tan guapa y tan vistosa como era (tenía diecisiete años) la llamaban, piropeándola y casi la obligan a subir al camión. Hubiera sido fatal. Ni imaginar quiero cuál hubiera sido el resultado. Ella lloraba y gritaba, resistiéndose. Mi abuela se puso de rodillas pidiéndoles llorando que la dejaran en paz. Afortunadamente, detrás venía otro camión, y alguien con más mando les ordenó en el idioma de ellos que la dejaran ir.

Mi abuelo se quedaría de una pieza cuando les vio aparecer. Allí fue donde se enteró por su mujer de cómo estaban las cosas por Alcalá y que no tenía más remedio que huir lejos, antes de que lo encontraran y lo fusilaran, como ya empezaban a hacer con otras personas. Mi abuelo no quería huir, pero ante la insistencia de su mujer decidió marcharse por algún tiempo, pensando que sería lo mejor para todos.

Mi abuela Francisca, con su hermana María y los niños se marcharon hacia la “Bovedilla” para reunirse con su suegra y sus cuñados. Allí los suegros de mi abuela tenían una choza, donde pasaron algunos días, hasta que unos “balillas” se presentaron allí, llevándose detenidos a Juana Jiménez, “La Espejita” (la suegra de mi abuela) y a su hijo Juan.

Allí quedó mi abuela con todos, pero no por muchos días, pues volvió otra vez un grupo armado, interrogaron a mi abuela sobre su marido. Se la llevaban a ella detenida hasta que Manuel Jiménez apareciera. Mi abuela y toda la familia les rogaba llorando que la dejaran con ellos pero no sirvió de nada tanto llanto pues los apartaba a todos con las culatas de las escopetas. Cuando le pregunté a mi tía Francisca por estos momentos se acordaba aún cómo le dolió uno de los culatazos que le dieron en el vientre. Era solo una niña. Se las llevaron a las dos a la cárcel de Alcalá y al ver que pasaban los días y mi abuelo Manuel no aparecía, decidieron trasladarla a la cárcel de La Línea de la Concepción.

Mi tía María, a cargo de todo y de todos, dejó a un lado la pena para dedicarse a hablar con quien hiciera falta para que su hermana con su hija volvieran a casa sanas y salvas. María se puso también en contacto con sus hermanos para contarles la situación con la esperanza de que la ayudaran a solucionar tan trágico problema.

Su hermano Antonio estaba haciendo la mili en la Legión cuando estalló la guerra, pillándole en la zona del bando nacional por lo que no podía hacer nada por ayudarlas.

Francisco, “Faico” como se le conocía, seguía en Alcalá. Pero para María su hermano “Faico” sería un verdadero quebradero de cabeza, por el miedo que le producía pensar que fuera detenido y fusilado, como días más tarde ocurriría.

José sería el que conseguiría librar a su hermana y sobrina de tan penosa situación. Por aquel entonces trabajaba en la panadería de Agustín Pérez. Fue precisamente este señor, que por medio de una importante amistad consiguió el indulto para mi abuela Francisca Pizarro.

En la cárcel de La Línea, enseguida mi abuela se dio cuenta que no estaban allí ni su suegra ni su cuñado Juan y cuando preguntó por ellos le dijeron que habían sido trasladados a la plaza de toros. Le explicaron que allí iban todos los que serían fusilados.

Me imagino con el terror que mi abuela Francisca recogería esta noticia, y su desesperación, se agravaría aún más, cuando unos días después sería a ella misma con su hijita todavía enferma las que serían trasladadas hasta allí. Las llevaron a la plaza de toros. Cuando llegó hasta allí vio cómo todos los prisioneros estaban sentados y hacinados en el suelo. Enseguida vio a su suegra y cuñado que se abrazaron llorando sin comprender aún por qué la habían detenido a ella también.

Mi abuela recordaba con verdadero pánico como constantemente iban llamándolos por el nombre y apellidos, algunas veces era para interrogarlos y otras para fusilarlos. A mi abuela la volvieron a interrogar allí sobre el paradero de su marido y ella volvió a decirles lo mismo. Cuando mi abuela les preguntó qué sería de su hija cuando la mataran a ella. Le dijeron que no se preocupara, que había un militar dispuesto a adoptarla.

Recuerdo desde muy pequeña, que al finalizar la emisión de programas en uno de los dos canales que teníamos de televisión, sobre las doce de la noche, salía una foto de Franco y sonaba el himno nacional. A mi abuela le daba pánico escucharlo y siempre nos pedía que apagáramos la tele. Más tarde cuando ella me contó por primera vez su vida y todo lo que pasó, comprendí el por qué: cuando fusilaban a una o varias personas en la plaza de toros, sonaba a su vez el himno nacional. Así ocurrió el día que llamaron a Juan Vera Jiménez (cuñado de mi abuela, hermano de su marido). Le dijeron a su madre que se despidiera de su hijo, porque lo iban a fusilar. Juana Jiménez corrió hacia donde estaba su hijo. También ella fue fusilada. Siempre contó mi abuela que los dos, madre e hijo, murieron abrazados. Mi abuela oyó los tiros.

Cuando retiraban los cuerpos se dieron cuenta que Juana, acusada de comunista y roja, ese había sido su delito, llevaba en el bolsillo un manojo de medallas de santos, prendidas a un alfiler.

Perdidas casi todas las esperanzas ya, le llegó el indulto que su hermano José, gracias a sus amistades, había conseguido. Sin muchas explicaciones la dejaron en libertad.

El camino desde La Línea de la Concepción hasta Algeciras lo hizo andando con su hija Antonia en brazos, desde allí cogió un autobús que las llevaría hasta Alcalá.

A su vuelta, se entera que su hermano Francisco, “Faico”, está en el cuartelillo detenido. No la dejaron verlo. El carcelero se apiadó de mi abuela con todo lo que estaba pasando y le dijo que por la mañana volviera que la dejaría entrar. Una mañana le dijeron que ya no estaba. Esa misma respuesta tendrían que escuchar también muchos otros familiares de fusilados. Se lo habían llevado la noche anterior a Casas Viejas.

Hubo testigos de su fusilamiento. Sobre todo el de una señora que vivía cerca de allí y vio cómo le tirotearon en las piernas y lo dejaron mal herido. Dice esta señora que cuando pidió agua le dijeron que fuera hasta el río. Así lo hizo, arrastrándose, consiguió llegar hasta el río donde murió desangrado.

De mi abuelo Manuel Jiménez poco más se supo. Estuvo todo este tiempo escondido en la serranía de Málaga, imagino. Durante algún tiempo anduvo por allí, alguna vez bajó a Alcalá de madrugada con el consiguiente riesgo que esto conllevaba. Un amigo suyo, que durante la guerra fue prisionero por el bando popular, le contó a mi abuela que había visto a su marido vestido de uniforme de capitán. Desconocemos cómo murió mi abuelo. Se conocen dos versiones distintas: que murió cuando intentaba pasar a Francia y que murió de una herida en Valencia y que está enterrado en algún lugar de la provincia de Valencia.

Una mañana aparece en la puerta de un vecino de Alcalá una pintada en la que se leía el nombre del dueño de la casa, seguido de la palabra “asesino”. Culpan a mi tía María y la llevan para el cuartelillo. A veces la suerte también está de parte de las víctimas. María Pizarro no sabía escribir. No pudo ser ella. María tomó la decisión de irse a trabajar a Algeciras, mis tíos y mi madre me contaban que se volvían locos de contento cuando volvía mi tía los fines de semana. Iban a esperarla a donde paraba el autobús y venía cargada de regalos para todos, sobre todo para los más pequeños, era muy buena con ellos y siempre la adoraron.

Poco a poco las cosas fueron mejorando. Mi abuela se dedicaba a hacer dulces que cada vez con más frecuencia le encargaban. Puso una confitería en la calle Real, al frente de esta siempre estuvo mi madre despachando.

Mi abuela murió, no sin antes tener aún que pasar por la gran pena de ver morir a sus hermanos José y Maria, a su sobrina Margarita y a su propia hija Antonia, cuyo dolor ya confundía con el de su hermana Maria. Su hija Antonia, mi madre, aquella niña pequeña y enfermita que acompañó a mi abuela durante su estancia en la cárcel de La Línea.

Me asombra pensar en esa excepcional mujer que fue mi abuela. De dónde sacaba fuerzas al levantarse cada mañana para intentar buscar un resquicio en su asfixiada vida para no hundirse, y con ella toda su familia. La admiro aún mas, al recordar cómo enmascaraba todo ese calvario que había pasado con esa gracia tan especial y a veces con su mal genio, pero siempre estupenda y cariñosa.

Mi abuela Francisca Pizarro Torres murió en Alcalá de los Gazules, el lugar donde ella siempre dijo que quería morir. Murió con setenta y nueve años. Nunca quiso, que ni en broma cuando jugábamos con ella, levantásemos el brazo a modo de saludo franquista. Le daba terror y enseguida levantaba su puño izquierdo en alto y a veces cantaba alguna de sus coplillas de protesta.