Fernando Serrano Salagaray

Cádiz
Cádiz
Gutiérrez Molina, José Luis

Fernando Serrano Salagaray era administrador de la lonja municipal del mercado de Cádiz. De 31 años en 1936, estaba casado con Elisa Valle, con la que tenía dos hijos y vivía en la calle General Menacho. Era empleado municipal desde 1929, durante la primera alcaldía de Ramón de Carranza. Primero fue contable, después, en el régimen republicano, entró en la administración del mercado. Educado en los Salesianos de Utrera y los jesuitas de El Puerto, en la década de los veinte había participado en las tertulias del café Riche, en el Mentidero, en las que se reunían jóvenes de ideología republicana. Era por tanto una persona educada y de ideas liberales que se comprometió políticamente en 1931 al entrar en el Partido Republicano Autónomo. Más tarde militó en el radicalismo socialista, el partido mayoritario en la ciudad, y la Izquierda Republicana azañista. Un compromiso que, en 1934, le costó que fuera destituido por la gestora derechista que sustituyó al ayuntamiento de 1931. Fue repuesto en marzo de 1936 por el ayuntamiento del Frente Popular.

En consecuencia, tenía todos los números para ser uno de los afectados por la política de depuración emprendida, desde su primera sesión, por la gestora golpista encabezada por Carranza. Serrano, a pesar de sus antecedentes, no fue detenido inmediatamente. Al contrario que su hermano José, masón de la logia Hermano Vigor, que lo fue el 28 de julio. Su suerte cambió el 25 de agosto. Ese día, sobre el mediodía, aviones gubernamentales lanzaron varios proyectiles sobre la ciudad que ocasionaron cinco muertos y numerosos heridos. La población quedó convulsionada y las autoridades golpistas intentaron por todos los medios aparentar calma. El comercio que cerró fue multado y al poco de abandonar los aviones la bahía, una manifestación recorrió las calles. Fue en este contexto en el que Fernando Serrano fue denunciado y, esa misma tarde, detenido e ingresado en el cuartel de la Guardia Municipal en el propio ayuntamiento. Después pasó por la prisión provincial y, a fines de agosto, fue trasladado al castillo de Santa Catalina desde donde fue enviado al hospital de Mora enfermo de tuberculosis.

La causa había sido que, durante el ataque, Serrano se encontraba en la lonja junto a otros trabajadores. Al oírse las explosiones, según el propio interesado, quiso mantener el ánimo de los presentes diciendo que lo que pasaba no era nada, que estaban en guerra y podía ocurrir que pasaran cosas peores. Sin embargo, alguien lo interpretó de forma diferente: como expresión de júbilo por el ataque que suponía el principio de la recuperación de la ciudad por los gubernamentales. Desconocemos quién fue. Los que le acompañaban ratificaron las palabras de Serrano que eran de aliento, no de burla. Sólo aparecieron, en el sentido peyorativo o sarcástico, en los informes policiales, de Falange, Requeté y en el propio del ayuntamiento firmado por Carranza. Aunque no conozcamos al denunciante, sí sabemos que existía quien no le apreciaba mucho. Así se deduce del informe que realizó un agente de policía en noviembre de 1936 cuando, tras pasar más de dos meses en la prisión, Fernando Serrano logró, por su estado de salud, ser desterrado a Alcalá de los Gazules.

Decía el agente que era «rumor público, entre los funcionarios públicos y vecinos de esta capital», que tanto él como su familia estaban protegidos por el capitán de la Guardia Civil golpista Ángel Fernández Montes de Oca, casado con una hermana. Su hermano, el médico de la beneficencia municipal José Luis Serrano, había logrado también salir en libertad, a pesar de ser conocido como masón. Pero, sobre todo, lo que despertaba la indignación era que su padre, José Serrano de la Jara, director del negociado municipal de aguas, a pesar de su reconocido izquierdismo y de haber sido detenido y cesado, no había recibido la «grave sanción que todo el mundo esperaba, cuando otros de actuación parecida lo han sido justamente en anterior cuantía».

El 12 de noviembre Fernando Serrano llegó a Alcalá. Parecía que, en efecto, había logrado desaparecer de escena tras atravesar el periodo más negro de la represión: la de la aplicación de los bandos de guerra. Sin embargo, con la puesta en marcha de la Justicia del Terror militar su nombre reapareció. A fines de 1936 se fueron revisando los expedientes de quienes habían sido detenidos hasta entonces y no habían sido juzgados. Durante esos meses se certificaron muchos de los asesinatos cometidos y se recordaron los casos que parecían haberse desvanecido. Uno de ellos, el de Serrano. La información que llegó a manos del jefe de los servicios de justicia golpista en Cádiz, Marcelino Rancaño Gómez, venía encabezada por el informe que el jefe de la brigada de investigación de milicias, Ulpiano Yrayzoz, había remitido en octubre de 1936 al entonces delegado de Orden Público, Adolfo de la Calle. La unidad paramilitar que Carranza había creado inmediatamente tras llegar a la alcaldía y que se encargaba, principalmente, del control de la población de la ciudad liberando de esa carga a las unidades militares. En él se extendía a habitual el júbilo de Serrano por los bombardeos de la ciudad y aseguraba que manifestaba públicamente que el golpe estaba destinado a fracasar.

El 19 de abril de 1937 Francisco de Paula Valera y Sainz de la Maza, un juez de instrucción incorporado a la justicia golpista, comenzó a elaborar el sumario. Su primera diligencia fue interrogar a Serrano, que estaba desde finales de febrero en la prisión provincial gaditana. Después, fueron llegando los informes incriminatorios, entre ellos el de Carranza, y las decla-raciones de los testigos ya comen-tadas. Una más de las instrucciones de esos procedimientos sumarísimos de urgencia en los que apenas se ocultaba el interés por continuar con el castigo a los opositores y mantener el terror en la sociedad iniciado el verano anterior. Cuando Valera ter-minó no pudo mantener la acusación de masón ni la de haber sido inter-ventor en las elecciones de febrero de 1936. Augusto Conte, vicepresidente de la comisión de investigación masónica, había informado de que el masón era su hermano José Luis y su nombre no apareció en la lista de los interventores electorales. También tuvo que admitir que las pretendidas manifestaciones de júbilo no habían sido probadas. Sólo tenía claro que había militado en partidos republicanos y asistido a tertulias con estudiantes de la FUE y masones. Aún así, a Valera no le tembló el pulso para procesarle por considerarle incurso en delitos de adhesión a la rebelión.

Así que a las cuatro de la tarde del 17 de mayo, en la facultad de medicina, ante el tribunal presidido por Rafael López Alba compareció Fernando Serrano. El fiscal, Alfonso Moreno Gallardo, otro abogado al servicio de la justicia militar golpista, le pidió 6 años por un delito de «excitación y provocación a la rebelión» contemplado en el bando de guerra de 18 de julio. Antonio Gutiérrez de la Jara, un abogado que actuó como defensor en muchos de los consejos de guerra de estos meses, reconoció el delito de «provocación a la rebelión» y solicitó seis meses de prisión.

La sentencia es un monumento más de la Justicia del Terror teniendo en cuenta que el ponente, quien la redactó, era Armando García Royo, un juez de instrucción, como tantos otros que hemos visto, al servicio de los golpistas. Consideraba probado que el acusado, afiliado a partidos republicanos de izquierda, hacía, «desde antiguo», hacía manifestaciones de izquierdismo y visto con simpatía los incendios de edificios religiosos. De esto último no hay rastro en la instrucción y parece que sale de cosecha propia del ponente. No se atrevió a contradecir a los testigos y la sentencia no consideró probada las manifestaciones de regocijo por el bombardeo. Incluso llamó la atención que todos los informes en ese sentido eran copias exactas unos de otros.

Pero Serrano no iba a escapar de rositas. Podía considerarse un afortunado por la condena que le pedían y, pocas dudas cabían, que le iban a imponer. Así que García Royo consideró que el contumaz, por antiguo, extremismo de Serrano sirvió de ejemplo a las masas incultas que se disponían a llevar hasta el final sus «ansias destructoras». No lo hicieron porque el golpe de estado se lo impidió. En consecuencia, Serrano era responsable de que muchos realizaran un delito de rebelión militar previsto en el Código de Justicia Militar y en el bando de guerra de 18 de julio. Quizás consciente de la barbaridad jurídica, y de la tergiversación de lo ocurrido, que estaba realizando quien había sido juez durante la República, finalmente, consideró que Serrano no era peligroso. No había tenido cargos en los partidos en que había militado, no había secundado algunas huelgas y tenía una buena conducta social. Por tanto la pena debía ser la mínima contemplada: los seis años. Descontados los meses que había permanecido ya encarcelado, le quedaban algo más de 6 años por cumplir. Debería ser puesto en libertad el 27 de agosto de 1942. No lo fue porque había fallecido.

Aprobada la sentencia, permaneció en la prisión gaditana. Hasta que el 14 de enero de 1939, el médico de la cárcel solicitó su traslado al hospital de Mora por haberle diagnosticado un tumor en el cuello que se extendía hasta la inserción inferior del músculo esternocleidomastoideo. No podía operarle en la prisión. La mañana del 15 fue trasladado. A las pocas horas, sin haberle intervenido, fallecía. Su hermano José Luis solicitó que el cadáver fuera trasladado al domicilio del finado antes de enterrarlo. Así se hizo.