Federico Villagrán Galán

Paterna de Rivera
Cádiz
Gutiérrez Molina, José Luis

En la documentación de la Causa General referente a Cádiz se encuentra un informe del coronel Pedro Jevenois Labernade, gobernador militar de Cádiz en 1937. Son 39 páginas mecanografiadas en las que –en cuatro apartados y otros tantos anexos- el militar desgrana la preparación del golpe de Estado, su desarrollo y triunfo entre el 17 y el 22 de julio, y su consolidación con la denominada “pacificación” de la provincia. Lograda la victoria, el gran problema con el que se encontraron los golpistas –reconocía Jevenois- era el del mantenimiento de la “paz”. No dudaba de que era la violencia la que les permitiría vencer. “Únicamente por la fuerza de las armas se imponen los mejores” escribió.

Inmerso el Ejército en las operaciones militares, el control de la retaguardia quedó en manos de unidades milicianas que –bajo la autoridad del Comandante Militar- se fueron organizando en cada localidad. Una tarea nada fácil porque, como afirmó el coronel, la provincia de Cádiz era la cuna del anarquismo. Así lo demostraba la historia del campo de Jerez. Además estaba la “peculiar organización de los pueblos andaluces”. De una lado unos pocos terratenientes y otros tantos, algunos más pero no muchos, comerciantes y profesionales liberales. De otro, una masa de población –a veces superior a los dos tercios del total- formada por jornaleros cuyo único capital eran sus brazos. En esa situación, para la mentalidad violenta de Jevenois, si dominaban los braceros el problema no existía. Su desproporción numérica les permitiría asesinar a terratenientes y clases medias sin mayores problemas. Sin embargo no era lo mismo al contrario. No por ninguna consideración ética o jurídica, sino por su imposibilidad práctica y, sobre todo, por las “desastrosas consecuencias que acarrearía”. Por lo tanto era preciso ejecutar una política de eliminación de los elementos más “agresivos” e incorporación al Movimiento del resto.

Jevenois sabía lo que escribía. El brillante ingeniero que había proyectado en 1925 un túnel que uniera España y Marruecos por el estrecho de Gibraltar, se había adherido a la rebelión sacando las tropas a las calles, desobedecido la orden de disparar los cañones del Regimiento de Costa que mandaba contra los barcos que trajeron la noche del 18 de julio a las fuerzas africanas y participado en los ilegales consejos de guerra que inmediatamente comenzaron a actuar. Como el que, presidido por el coronel Juan Herrera Malaguilla, condenó a muerte al gobernador civil Mariano Zapico Menéndez-Valdés, a su secretario, Luis Parrilla, y al capitán de las Fuerzas de Asalto en Cádiz Antonio Yánez-Barnuevo. Sentencia que fue ejecutada al día siguiente en el castillo de San Sebastián.

La integración en la sociedad golpista de la mayor parte de la población se realizó mediante la complicidad y el terror. Nadie podía quedar al margen. Sólo estaba permitida la adhesión o la exclusión. Quienes no se quisieron integrar o sobre los que existían dudas de su voluntad real, sufrieron una feroz persecución que adoptó distintas formas y se prolongó durante décadas. A la victoria, en 1936 o en 1939, no le siguió la paz. Fue una situación que nadie podía haber imaginado ni siquiera en sus peores pesadillas. El fin último era realizar la “limpieza social” que restableciera las relaciones de dominio cuestionadas durante los años anteriores. En el camino, siempre bajo control y conocimiento militar, pudieron saldarse cuentas más o menos antiguas, dar rienda suelta a los instintos y labrarse una nueva posición.

Limpieza social que no afectó sólo a los jornaleros anarquistas, socialistas o comunistas, sino también a todos aquellos de otros grupos sociales que los golpistas pensaban se habían aliado en algún momento con aquellos, así consideraban al Frente Popular, habían apoyado el régimen reformista republicano o, simplemente, habían tenido una actuación ambigua durante las jornadas del golpe. Fue lo que sucedió en Paterna de Rivera con los alcaldes Ramón Dávila Díaz y Francisco Coca Santos, el teniente de carabineros José Reig de Deu y el secretario del ayuntamiento Federico Villagrán Galán. De la persecución que padeció este último trata este texto.

1. De oficial de complemento a secretario de ayuntamiento

Federico Villagrán Galán tenía 35 años en 1936. Había nacido el 1 de mayo de 1901 en Jerez. Sus padres eran Diego Villagrán y María Galán que vivían en Trebujena en donde se le conocía como “Diego el Aceitero”. Una familia de comerciantes, de formación liberal y tradición republicana que terminó arrendando la venta de La Cartuja en Jerez, junto al puente del Guadalete. Un hermano suyo, Andrés, había sido concejal en la primera corporación republicana de Trebujena en 1909. Federico fue llamado al servicio militar en marzo de 1922. Se integró en el ejército dentro de la escala de complemento en el cuerpo de Intendencia en el que, en 1926 alcanzó el grado de teniente. Había realizado algunos cursos de peritaje industrial aunque no los terminó. Poco después ocupó provisionalmente la plaza de secretario del Ayuntamiento de Trebujena en donde había vivido hasta entonces. Sería el camino profesional que seguiría. En 1929 aprobó en Madrid las oposiciones del cuerpo y fue destinado a Paterna. El 1 de junio se casó con Petra Bustillos Pérez, una maestra trebujenera de 28 años que, tras dar clases en la localidad sevillana de Constantina, fue destinada a la Escuela Graduada de Párvulos nº 1 de Jerez.

En vísperas de la proclamación de la Segunda República, Federico mantenía la casa en Jerez y había alquilado otra en Paterna. La vida parecía sonreírle a este joven que comenzaba a ser un hombre maduro, que se había apuntado al Somatén y a la Unión Patriótica, como otros tantos durante la Dictadura de Primo de Rivera, colaboraba con las colectas de la época –que si un avión para África o una ayuda para la parroquia- y continuaba en sus ratos libres tocando el saxofón como lo había hecho en la banda municipal de Trebujena. Además completaba sus ingresos con la representación de una casa de seguros. Un hombre de orden, con una educación liberal, que, como otros tantos, había perdido la confianza en que el régimen monárquico pudiera solucionar los graves problemas económicos y sociales que afligían a España y que de forma tan desgarradora se vivían en Paterna. Por tanto el cambio de autoridades municipales no le supuso ningún problema. No se afilió a ninguno de los nuevos partidos y continuó relacionándose con todo tipo de vecinos.

2. El administrador de Elías Ahuja

Por su puesto, actividades y formación Villagrán ocupaba un lugar destacado en la sociedad paternera. Una situación que se vio fortalecida con su nombramiento en abril de 1935 como administrador de las inversiones que el filántropo portuense Elías Ahuja Andría iba a realizar en la población con el fin de mejorar en lo posible la terrible situación que se vivía desde hacía meses. Eran los meses del Gobierno Civil del radical Luis Armiñán Odriozola y la alcaldía de Manuel Barroso Benítez, presidente de la gestora que había sustituido al ayuntamiento elegido en 1931. Ambos poco sospechosos de ideas izquierdistas, como el propio Ahuja.

Tras un primer envío de varios camiones de víveres, Ahuja visitó Paterna, en compañía de un arquitecto, con el fin de ir perfilando los proyectos que se iban a emprender. Unas obras que darían trabajo a numerosos vecinos y que, de acuerdo con el alcalde, sería Villagrán quien las controlara. Los trabajos comenzaron en agosto de 1935 y estuvieron en el origen de un incidente que salió a relucir en el verano de 1936 cuando se desató la caza del secretario. La noche del domingo 27 de marzo de 1936 el guarda nocturno de las obras del edificio del ayuntamiento sorprendió a una persona llevándose unos ladrillos. La sorpresa fue comprobar que era Julio Romero Franco, dueño de una tienda de tejidos y futuro presidente de la gestora nombrada por los golpistas a finales de julio de 1936.

Villagrán no lo dudó y denunció lo ocurrido en el cuartel de la Guardia Civil que procedió a registrar el domicilio de Romero. En él se encontraron numerosos ladrillos de los empleados en las obras de Ahuja. Al día siguiente grupos de vecinos se concentraron ante la casa con la intención de apedrearla y exigiendo que Romero fuera llevado al Juzgado cargando con los ladrillos. El jueves se celebró un juicio de faltas que le condenó a un día de arresto. Un castigo que no se consideró suficiente. El alcalde frentepopulista Ramón Dávila Díaz denunció lo ocurrido ante el Gobernador Civil. La autoridad gubernativa impuso a Romero una multa de 250 pesetas.

Dos meses más tarde un nuevo hecho vino a enturbiar la relación de Villagrán con Ahuja. Bien es sabido que uno de los principales problemas de los años republicanos fue la llamada “cuestión religiosa”. Es decir, situar a la Iglesia Católica en su justa posición dentro de un Estado laico. No era fácil despojarla del papel central que hasta entonces había tenido en la sociedad española. Controlaba la educación y poseía el monopolio de las pautas morales y algunas administrativas de los ciudadanos. Históricamente la resistencia de determinados sectores a aceptarlo había sido fuente de problemas y, en consecuencia, el anticlericalismo una constante. Paterna no era una excepción. Desde 1931 los choques entre las autoridades republicanas y el párroco fueron continuos. Así ocurrió con la implantación de la legislación sobre enterramientos civiles y la enseñanza religiosa en las escuelas. Además, la población fue perdiendo el miedo al poder clerical y se produjeron diversos actos de rechazo a la labor del párroco que, finalmente, se vio obligado a abandonar la población.

En la primavera de 1936, las autoridades del Frente Popular, conscientes de la posibilidad de que se reprodujeran los incidentes de mayo de 1931, impartieron órdenes tajantes para que se vigilaran los edificios religiosos. El viernes 24 de abril un grupo de personas entró en la iglesia por la vivienda del párroco. Saquearon la sacristía y amontonaron las imágenes en la calle y les prendieron fuego. Quince fueron los vecinos detenidos que pasaron a la cárcel de Medina Sidonia. Aunque su origen y autoría nunca se aclararon del todo, el alcalde Ramón Dávila y Villagrán fueron acusados sino de complacencia e instigadores, sí de mantener una actitud pasiva. El primero fue destituido por el gobernador y el segundo reprendido por Ahuja que le acusó de no haberle informado y de que cuando lo hizo con retraso le quitó importancia. Villagrán presentó su dimisión al considerar que no contaba con la confianza del millonario. El castigo de los asaltantes a la parroquia se convertiría en una de las obsesiones de los golpistas y saldría a relucir entre las acusaciones que se le hicieron.

3. El golpe de estado

La rápida toma del poder prevista por los conspiradores en julio de 1936 fracasó. El baño de sangre preparado por Mola terminó convirtiéndose en una masacre sistemática de determinados sectores de la población que alcanzó el carácter de exterminio. El control de la provincia gaditana fue uno de sus objetivos primordiales ya que permitía el paso del ejército de África. De hecho, las ocupaciones de la capital y del puerto de Algeciras en el Estrecho de Gibraltar se decidieron por la presencia de las únicas tropas con experiencia bélica del ejército español. Sus unidades fueron inmediatamente trasladadas a Sevilla para también asegurar su dominio.

El 18 de julio la comandancia militar de Cádiz, ocupada por los golpistas, cursó órdenes a los jefes de los puestos de la Guardia Civil y Carabineros para que disolvieran los ayuntamientos, formaran nuevas comisiones gestoras y reprimieran cualquier oposición. La sublevación en Marruecos fue conocida en Paterna la noche del 17. Las noticias se extendieron por el pueblo y, a la mañana siguiente, se celebró una reunión en el ayuntamiento a la que asistió el cabildo y los directivos de la CNT local. También estuvo presente Villagrán como secretario. En ella se decidió comunicar a los jefes de la Guardia Civil y de Carabineros que únicamente debían obedecer sus órdenes y que se repartieran las armas disponibles. Con el fin de estar informados el alcalde Coca ordenó al secretario que llevara al edificio el aparato de radio del que disponía.

La madrugada del domingo 19 llegó de Medina el teniente de la Guardia Civil Manuel Martínez Pedré. Declaró el Estado de Guerra y pretendió sustituir al ayuntamiento. Hubo cierta oposición y, finalmente, quedó al frente del gobierno de la población el teniente de Carabineros, jefe del puesto de Medina, José Reig de Deu reforzado con veinte guardias. En realidad su poder apenas pasaba las paredes del ayuntamiento mientras que las calles estaban llenas de personas que oían las noticias que difundían las emisoras gubernamentales. Ni siquiera obedecieron cuando Reig salió al balcón para exigirles que se retiraran a sus casas. Hasta la noche del 23 de julio el pueblo vivió una especie de “doble poder” en el que, los golpistas tenían formalmente el control, el ayuntamiento seguía funcionando, guardias civiles y carabineros permanecían acuartelados y el pueblo ocupaban las calles arrancando los bandos de guerra fijados, pintando consignas en las paredes, vigilando los cuarteles y la central telefónica y enviando a mensajeros a los cortijos para que los trabajadores volvieran al pueblo.

Durante esos días Villagrán afirmó que estuvo donde tenía que estar, en el edificio municipal. La mañana del sábado 18 cumpliendo con sus obligaciones habituales en la secretaría. Por la tarde llevó, por órdenes del alcalde Dávila, el aparato de radio que tenía en su casa, de propiedad municipal, y asistió a la reunión entre el alcalde y una comisión de obreros en la que se opuso a que se les entregaran armas. Cuando el teniente Reig entró en el edificio municipal para hacerse cargo de él se puso a sus órdenes y le ayudó a redactar el bando declarando el Estado de Guerra.

Una situación que se mantuvo hasta la noche del 23 cuando sus habitantes decidieron pasar a la acción. Un grupo atacó el cuartel de la Guardia Civil y otro la central de teléfonos. El primero fracasó y el segundo no fue lo suficientemente rápido para evitar que la telefonista avisara a Medina de lo que ocurría. Villagrán sería acusado de ser uno de los dispararon contra el cuartel. Poco antes de medianoche Martínez Pedré se presentó al frente de un grupo de guardias civiles y falangistas. Con la ayuda de los guardias locales y algunos vecinos ocuparon la población. Catorce personas fueron asesinadas y decenas de domicilios registrados. La práctica totalidad de los hombres huyeron al campo.

Había terminado el momento de la templanza. La limpieza social se iba a llevar hasta sus últimas consecuencias. El pacto de sangre que unía a los golpistas debía desarrollarse. No quedaba espacio para los “blandos” o dudosos como Reig o Villagrán. Uno y otro intentaron salir lo mejor posible. Reig responsabilizó a los vecinos de la matanza y dictó un bando ordenando la inmediata reincorporación al trabajo y la reapertura de los comercios, que se borraran todos los letreros pintados aquellos días y la entrega de las armas que existieran en el pueblo. El secretario participó en la normalización de la vida en la población. Organizó a las cuadrillas para que borraran los “letreros subversivos” que se habían pintado en diversas calles y recomendó a los campesinos que regresaran a sus puestos de trabajo. También gestionó que desde Cádiz, gracias al capitán Fernando Cebada García, le remitieran fondos para que pudieran continuar trabajando los noventa obreros de las obras de Elías Ahuja.

Fue tarde. Había quienes no olvidaban ni su templanza de esos días ni otros agravios anteriores. A su regreso a Medina, Martínez Pedré y otros vecinos informaron a las autoridades golpistas de la Comandancia de Cádiz. La tarde del 31 de julio llegó a Paterna el capitán de artillería Juan Romero Fabra que ordenó a Reig se trasladara a Cádiz a disposición de las autoridades. Traía también instrucciones para nombrar una nueva Comisión Gestora municipal presidida por Julio Romero Franco, el comerciante multado unas semanas antes y su padre.

La persecución

La primera actuación que realizó fue depurar al personal municipal. Entre ellos a Villagrán que fue además detenido. El capitán traía la autorización del propio Enrique Varela, el general golpista al que estaba muy cercano. Así hizo y ordenó su traslado a la cárcel de Medina Sidonia. Los nueve kilómetros los realizó el coche en el que iba el detenido serpenteando por la carretera seguido de otro con su esposa, Petra Bustillos, y Orellana, el propietario de la harinera y una de las figuras emergentes de la nueva situación. En Medina vivía Diego, un hermano del secretario, que había avalado durante los años anteriores al que en ese momento era jefe de la Falange asidonense. Gracias a estos apoyos fue encerrado en la azotea de la prisión y no en el patio, de donde esa noche sacaron a algunos presos para asesinarlos. Unos días después fue enviado a Cádiz, a la prisión que se había abierto, en las abandonadas instalaciones de la Fábrica de Torpedos, junto al astillero gaditano.

Pocas dudas caben que el secretario salvó la vida por las gestiones de su mujer. No sólo le acompañó en los primeros momentos decisivos en Medina sino que recurrió a las amistades que tenía en Jerez para conseguir que saliera de la prisión a cambio de presentarse, como alférez de complemento que era, ante el comandante militar golpista de Jerez, Salvador Arizón, para incorporarse a las unidades rebeldes. Así hizo. Se trataba de pasar lo más desapercibido posible ya que la presión en Paterna continuaba. Las cuentas corrientes le fueron intervenidas y su casa asaltada. Los muebles terminaron en el local que la Falange había abierto en la calle Real. Villagrán fue destinado a los servicios de Transportes como pagador e incorporado a la columna que operó las semanas siguientes en la zona de La Sauceda, Cortes y El Marrufo hasta mediados de noviembre. Incluso fue quien, en Jerez, propuso el establecimiento de un llamado sello “Pro Ejército” que aportó importantes cantidades de dinero. Pero hubo quien no estaba dispuesto a abandonar la presa.

Que eludiera este primer encarcelamiento, o algo peor, no sentó muy bien a quienes lo consideraban un izquierdista y no mantenían buenas relaciones personales. En septiembre, el Gobernador Militar de Cádiz envió a un delegado suyo, Gerardo Rodríguez Otero, para que le informara sobre la personalidad de quien, algunos de sus convecinos, definían como el jefe del “movimiento marxista” en la localidad y autor de disparos contra la Guardia Civil. Conocemos su informe gracias a la copia manuscrita que realizó Petra Bustillos y que, seguramente, utilizó en los meses siguientes para defender a su marido. Fue cuidadosamente escamoteado durante la instrucción de la causa que terminaría llevando a Villagrán ante un consejo de guerra. Rodríguez tomó declaración a catorce personas que, en su mayoría, ofrecieron de Villagrán una visión muy alejada de la de un peligroso marxista. Además hicieron referencias al saqueo de su casa y a las causas de la enemistad con Juan Romero.

Durante agosto y septiembre diversas casas de asesinados y huidos tras la ocupación de la población por los golpistas fueron asaltadas. Una de ellas la de la familia Villagrán. Tuvo lugar a principios de septiembre y el asalto lo realizaron un grupo de falangistas de Arcos y Paterna que, autorizados por el Gobernador y el Comandante Militar del pueblo, destrozaron diversos objetos –entre ellos los retratos que encontraron y el título académico de Villagrán- y trasladaron los muebles que consideraron más útiles al cuartel de Falange.

No fue precisamente el autor de Camisa azul y boina colorada, Ernesto Giménez Caballero, uno de los antiguos impulsores del surrealismo en España, quien describió la escena de como un falangista montado a caballo iba tocando un saxofón por las calles de Paterna una tórrida tarde veraniega de 1936. Lo hizo muchos años más tarde el hijo de Villagrán, Federico Villagrán Bustillos, a quien muchos recordarán como director del diario El Correo de Andalucía, cuando rememoró el saqueo de su casa.

Sobre las ideas y conducta de Villagrán los discursos variaron entre su conducta privada y pública. Algunos no consideraron incompatible que fuera un honrado funcionario “apolítico”, excelente persona y que tuviera ideas izquierdistas. Aunque la mayoría no lo creyó posible. Respecto a la primera hubo quienes afirmaron que tenía una conducta moral y familiar muy buena, que era una “persona de orden” y que su detención les había sorprendido mucho. Sobre la segunda hubo quienes pensaban que “era de cuidado” y que sus amistades la mayoría eran gentes de izquierda aunque no pudieran precisar su militancia política o sindical.

En cualquier caso salieron a relucir viejas historias. Como la muerte por la Guardia Civil de dos campesinos en Medina. Conocidas por Villagrán le atribuyeron que comentó que “esos tiros debían haber salido por la culata porque esos señoritos de Medina se van luego a San Sebastián a pasarlo bien”. Por supuesto tampoco faltaron las referencias a su colaboración con el Frente Popular. Así hubo el que aseguró que le había pedido personalmente el voto para Azaña. Un izquierdismo que no llegaba hasta creerle capaz de “realizar actos contra la patria o la religión” y, mucho menos, disparar contra las fuerzas de orden público.

El instructor sintió interés por aclarar si el robo de los ladrillos tenía influencia en las denuncias. Y preguntó por él. Unos le dijeron que conocían el tema de forma indirecta, de oídas. Otros que, aunque tuviera razón, la actitud de Villagrán con Romero había sido “fea”. Incluso hubo quien aseguró que no le cabía duda de que la animosidad existente contra Villagrán se debía a ese hecho que había dado “mucho juego” por el uso político que se hizo de él. Se refería al intento de apedreamiento de la casa de Romero. Pero otros añadieron que la poca cordialidad entre Romero y Villagrán venía de antes porque ya se sabía los “recelos” y disgustos que ocurrían en los pueblos chicos y más cuando se era secretario, se tenía actividades comerciales y, como encargado de las obras de Ahuja, hacía el reparto de los obreros ocupados que originaba descontento entre quienes no lo eran.

Con las declaraciones de estos catorce vecinos, “de toda clase social y reconocida solvencia y moralidad” el instructor se creyó autorizado para emitir un informe. A pesar de que se lamentó de carecer de los “altamente apreciables” informes del párroco, ausente, y de la Guardia Civil y los Carabineros por no estar autorizados. Concluyó que a Villagrán podía considerársele una persona de buena conducta moral y pública aunque no política. No había pertenecido a ningún partido ni participado en la ejecución de sus planes, pero no había dudas de que tenía ideas izquierdistas y amistades en ese campo. Sin embargo ello no implicaba responsabilidad legal ya que sus amistades habían permanecido en el ámbito privado y no habían pasado al político.

En todo caso había existido una falta de discreción al cultivar una tertulia izquierdista en un pueblo tan pequeño. Algo que derivó en una “incompatibilidad” con las derechas locales, en especial con el nuevo alcalde a cuenta del asunto de los ladrillos. Un hecho que llevó a filosofar a tan exquisito instructor para los tiempos que corrían. En el transcurso de las diligencias, escribió, había visto “los sentimientos bastardos” que presionaban las conciencias de algunos de los que acusaban.

Finalmente, ante el desparpajo con el que le habían hablado de saqueos de domicilios, se sintió en la obligación de dedicarle un considerando. Negó que se hubieran producido ya que contaban con la autorización del comandante militar del pueblo para amueblar el cuartel de Falange.

Naturalmente este informe no resultó del agrado de los inquisidores de Villagrán. Así que no cejaron en su empeño y un mes más tarde, el 23 de octubre, se presentó en Paterna un nuevo enviado, esta vez de la Delegación de Orden Público. Era José María Quintero, fiscal de la Audiencia de Cádiz, enviado por la Jefatura Provincial de Falange para hacer una información sobre Villagrán del que llegaban noticias de que se trataba de una persona extremadamente peligrosa. Ahora sólo declararon seis personas. Salvo una, las demás no lo habían hecho la anterior vez. Todos lo hicieron de forma voluntaria, como hizo constar expresamente el instructor. En esta ocasión, aunque los guardias civiles del puesto alegaron también que necesitaban una orden de su jefe, verbalmente, le aseguraron que Villagrán había sido quien disparó contra ellos desde una ventana de su casa.

El informe no fue en esta ocasión tan favorable para Villagrán. De hecho serviría para que le fuera abierta la causa que terminará enfrentándole a un consejo de guerra. Quintero dio por ciertas las aseveraciones de estos nuevos testigos sobre su peligrosidad, jefatura de los “rebeldes marxistas” y autoría de un disparo contra la Guardia Civil Además aportaron pruebas que consideraron irrebatibles de lo que afirmaban. En su afán persecutorio no se dudó en realizar un burdo montaje inculpatorio.

4. El montaje

En las declaraciones aparecieron nuevos episodios que apuntalaban el extremismo y peligrosidad de Villagrán. Que si había dicho en el café “El Coronel” que “a todos los derechistas había que echarle las tripas fuera”, que si favorecía en los repartos de trabajo a los de extrema izquierda, que si festejó el asesinato de Calvo Sotelo y que si justificó el atentado contra el jefe provincial de Falange en Jerez. Que el secretario continuara en libertad, como teniente de la Milicia Cívica en Jerez, provocaba la indignación en el pueblo que veía como se hacía “justicia con las personas que había extraviado”. Hasta el punto de que se quiso organizar un pliego de firmas de protesta cuando fue liberado.

Además los declarantes insistieron en que los disparos contra la Guardia Civil la noche del 23 de julio habían partido desde la ventana de su casa y que la anterior información había sido hecha a medida de Villagrán con las personas que él mismo indicó a Rodríguez Otero. Por menos algunos habían emprendido ya un viaje del que no regresarían. En esta ocasión nada pudo impedir que fuera detenido, trasladado a Medina y de allí, de nuevo, a Cádiz. En esta ocasión ingresó en el Castillo de Santa Catalina, la fortaleza militar en la que estaban encarcelados los militares que se habían opuesto al golpe.

La información realizada por Quintero anduvo de despacho en despacho hasta que el 23 de enero de 1937 el Delegado de Orden Público de Cádiz envió un oficio al Comandante Militar, el del puesto de la Guardia Civil, de Paterna pidiéndole que volviera a tomar declaración a los testigos y ampliara la información. Una semana después el cabo Manuel Marín Galindo respondió que todos se ratificaban en sus testimonios, salvo el cura García Valenzuela que estaba fuera de Paterna, y, en algún caso, los ampliaban. Por ejemplo añadían que unos días antes del golpe de estado Villagrán se había reunido con Ramón Dávila, el alcalde republicano, durante toda la noche. Además aparecieron nuevos testimonios. Como el de la dueña de la casa donde vivía el secretario que aseguró que cuando asesinaron a Calvo Sotelo oyó ruidos de celebración en la vivienda y se reunió con otros izquierdistas en una “comida íntima” para festejarlo y que la madrugada del 24 de julio se la había pasado quemando papeles.

También Marín había realizado nuevas gestiones que le permitían aseverar que Villagrán era el “jefe encubierto” de todos los “desmanes” cometidos en el pueblo ya que mantenía constantes contactos con los dirigentes del Frente Popular y de la CNT. Además, había interrogado a los guardias del puesto. Éstos le habían dicho que cuando comenzó el tiroteo apreciaron que de la parte posterior de su vivienda habían partido algunos disparos de pistola que fueron respondidos por ellos.

Pero sobre todo las dos grandes aportaciones inculpatorias, en este caso pruebas materiales, era la bala de pistola que un falangista decía haber encontrado en la vivienda de Villagrán y los documentos que, el nuevo secretario municipal y los falangistas que habían registrado su casa, encontraron entre sus pertenencias. Todos ellos estaban relacionados con temas sociales. Material que “para su mejor comprensión” Marín le enviaba. El montaje se había puesto en marcha. Era muy burdo pero se mostró eficaz.

La documentación fue incorporada a la causa que el cinco de febrero de 1937 el Gobernador Militar de Cádiz ordenó al coronel Rafael Peñuela Guerra, uno de los que había condenado a muerte al gobernador civil Zapico, que instruyera contra el teniente de intendencia de complemento Federico Villagrán Galán. En realidad ninguno de ellos le pertenecía, salvo un ejemplar de la novela La vida de José, publicada en La Novela Ideal, que Cordón le había dedicado. Los restantes, menos la copia de una carta dirigida al alcalde de Cádiz, Manuel de la Pinta, pertenecían a uno de los más importantes militantes narcosindicalistas de Paterna, Miguel Pérez Cordón. Se trataba de un revoltijo formado por documentos personales, anotaciones de diversos pagos de afiliados al sindicato, borradores de escritos publicados por Pérez Cordón en la prensa confederal y el acta de la asamblea que el sindicato cenetista había celebrado la noche del 18 de julio en la que se manifestaba decidido a oponerse por todos los medios al movimiento monárquico fascista.

La maquinaria judicial golpista se había puesto en marcha y a la familia Villagrán le resultaría difícil pararla. La primera actuación del juez fue conocer dónde se encontraba el teniente. Inmediatamente se le informó de que en el castillo gaditano de Santa Catalina en donde había ingresado el 4 de febrero. El 9, el juzgado se desplazó hasta la prisión para tomarle una primera declaración. El calvario judicial del secretario empezaba y no terminaría hasta más de tres años después.

Villagrán debió ser consciente de la gravedad de su situación desde el momento en que el coronel Peñuela le puso delante los documentos enviados desde Paterna. A la vez, ante lo burdo del montaje, respondió de forma segura negando que fueran suyos y atribuyéndolos a quienes pensaba pertenecían. Quizás se preocupó más de hacer un relato lo más favorable a los rebeldes y verosímil posible de su actuación entre el 18 y el 23 de julio. Presentó su permanencia en el ayuntamiento como resultado de sus obligaciones de funcionario y su actuación a la llegada de Reig como conciliadora para que le entregaran el control del ayuntamiento. Incluso, omitiendo las fechas en las que sucedieron, se atribuyó la iniciativa de redactar el bando de guerra, limpiar de chumberas de la entrada del pueblo para evitar agresiones, borrar los letreros de las paredes y extender salvoconductos para que los obreros volvieran a los cortijos.

Medidas que normalizaron la vida en la población y contaron con la aprobación y participación del teniente de Carabineros y el cabo de ese cuerpo en Paterna Manuel Martín. Ambos podían corroborarlo. Aunque quizás su actuación más determinante había sido la de conseguir que continuaran llegando los fondos para pagar las obras de la fundación Ahuja. Aquí deslizó el nombre de Fernando Cebada García, capitán que ejercía de censor telefónico en el gobierno militar y miembro de una de las familias terratenientes del pueblo. Gracias a él había logrado que el dinero no faltara. Poco faltaba para que se convirtiera en su defensor.

Unos días después el instructor se desplazó a Paterna. Allí fue recibiendo las ratificaciones de las declaraciones de los testigos de la segunda información. Cuando las hubo concluido, el instructor consideró que había realizado todas las actuaciones necesarias para remitírselas a la Auditoría. Apenas tres días pasaron antes de que en Sevilla consideraran que existían pruebas más que suficientes para procesar a Villagrán por el delito de rebelión militar. El 2 de abril quedó redactado el auto de procesamiento. Causa que quedó registrada con el número 243 de ese año. Por la tarde, en el castillo de santa Catalina, le fue comunicado. En ese momento nombró al capitán Cebada como su defensor.

El lazo se había estrechado. Villagrán estaba encarcelado y encausado por un delito que había llevado ya a otros a la muerte. Además sus cuentas habían sido intervenidas y su mujer apartada de la docencia y suspendida de sueldo. Sin embargo no se rindieron. Con buenas conexiones como habían demostrado cuando pararon el primer golpe en el verano de 1936, continuaron gestionando apoyos que aliviaran su situación. Fue entonces cuando envió un pliego de descargo al juez instructor. Lo conocemos por otro posterior que presentó para solicitar una reducción de condena.

Negó todas las acusaciones que se le hacían y advirtió al instructor de que si no notaba que todos los testigos le eran contrarios. En especial los que se referían a que había agredido a la Guardia Civil. Respecto a la documentación aportada solicitó una prueba caligráfica para demostrar que eran de Miguel Pérez Cordón. Recordó que en la instrucción figuraba la declaración del empleado municipal José Romero Romero que atestiguaba que la letra era del cenetista. Incluso en el informe enviado por el coronel Peñuelas al Auditor se había incluido ese extremo. Una diligencia que le fue denegada y que en la documentación no ha dejado rastro.

Fue la posición que mantuvo cuando el juzgado le tomó la preceptiva declaración indagatoria. No había disparado y los testigos mentían. Su casa tenía balcones no ventanas, no había sido el único hombre que estuvo la noche de los tiros en la casa y tampoco había sido reprendido por un guardia civil. Finalmente volvió a resaltar que todos los testigos eran personas que le “malquerían”. Después vino el silencio y las cuerdas que se tocaban fuera del sumario. Los retrasos favorecían a Villagrán que así se alejaba de la segunda oleada represiva que se había desatado en la zona tras la ocupación de Málaga. A esa ciudad se trasladaron grupos de falangistas paterneros en búsqueda de los huidos. Unos fueron asesinados allí, como el alcalde Francisco Coca o Diego Dávila Barrios, el hijo del otro alcalde izquierdista. A otros los mataron de regreso o en la misma Paterna sin ningún requisito formal.

Quizás el lugar más seguro era la fortaleza gaditana. Los golpistas se mostraban muy celosos de controlar las zonas que ocupaban. De hecho, habían ejercido un férreo control de todas las actividades –incluidos los asesinatos- desde los primeros momentos. Los militares sufrieron inmediatamente la justicia al revés. Suponía un mayor control del destino del procesado. Además, desde unos meses antes, se habían dictados órdenes de que todos los represaliados pasaran por los tribunales militares rebeldes. La tramitación del consejo, aunque no suponía una garantía absoluta, sí suponía poner dificultades a otras acciones más expeditivas. Así que de lo que se trataba era de mover los hilos que rebajaran la dura pena que, previsiblemente, iba a proponer el fiscal.

No conocemos exactamente las gestiones que se realizaron pero el hecho fue que enviado el sumario concluso a Sevilla el 5 de abril, hasta el 26 de julio, casi cuatro meses después, no fue cuando el auditor Francisco Bohórquez Vecina lo elevó a plenario y lo devolvió a Cádiz para que siguiera su curso. Quizás alguien recordó, o le hicieron recordar, en las covachuelas de la plaza de la Gavidia sevillana al jerezano que había puesto en marcha, y con pingües resultados, las cuestaciones “Pro-Ejército” y que había estado a punto de ser nombrado pagador en Burgos agregado a las unidades de la Legión Cóndor que se habían instalado en el aeródromo jerezano.

Llegó acompañado del informe del fiscal Eduardo Jiménez Quintanilla que calificaba los hechos de rebelión militar consumada, pedía un informe del ayuntamiento de Paterna sobre lo ocurrido la noche y madrugada del 23 al 24 de julio de 1936 y que se volviera a tomar declaración a Villagrán para preguntarle por qué no se puso desde un primer momento a las órdenes del comandante militar. Provisionalmente pedía su reclusión perpetua o pena de muerte y, en cualquier caso, responsabilidades civiles.

El fiscal sevillano no sólo consideraba posible que hubiera sido el autor de los disparos, sino que la documentación aportada –a pesar de las dudas que sobre su autoría existían- en cualquier caso era una prueba inequívoca de su relación con los elementos anarcosindicalistas y “comunistas” de Paterna. Villagrán no escapaba a la obsesión golpista de ver a los seguidores de Stalin por todos lados, incluso en aquellos en los que eran desconocidos. Una consigna que, ya triunfantes seguirían utilizando tanto para consumo interno como externo.

El 29 de julio estaban en poder del coronel golpista Peñuela las resoluciones y éste había ordenado la ejecución de las diligencias ordenadas. Fueron el alcalde y el comandante de la Guardia Civil de Paterna quienes dieron la última palabra sobre lo ocurrido durante la toma de la población. Ambos ratificaron que hubo disparos contra la Guardia Civil pero que no se podía afirmar que hubieran visto disparar a Villagrán. Sólo que se creía haberlo visto hacer a alguien desde su casa. Las seguridades de las declaraciones de cinco meses antes quedaban ahora en ambigüedades. Unos días después, el cinco de agosto, fue interrogado el acusado. Dijo que se había puesto a las órdenes de la autoridad militar desde el momento en que el teniente de Carabineros José Reig entró en el ayuntamiento. Después, tras ser detenido por primera vez, se presentó en la comandancia de Jerez donde prestó sus servicios. Pero aún así la tormenta que amenazaba al secretario no terminaba de disiparse.

5. El Consejo de Guerra

El 6 de agosto de 1937 el capitán Fernando Cebada García tuvo en sus manos durante tres horas los 115 folios de los que constaba el sumario. Se daban los últimos pasos para que Villagrán compareciera ante el consejo de guerra. Las gestiones fueron frenéticas. De un lado se solicitó la presencia como testigos de quienes habían efectuado las declaraciones más comprometidas. De otro se buscaron avales que reforzaran la idea de que la persona de Villagrán era aceptable para los golpìstas y alejaran el retrato de un izquierdista que dibujaban sus acusadores. Era preciso que quedara a la vista de que todo se debía a un montaje provocado por rencillas personales y comerciales.

Petra Bustillos obtuvo certificados de las dos instituciones más poderosas en la zona golpista: la Iglesia Católica y el Ejército. El párroco de Trebujena se avino a firmar un certificado atestiguando la buena conducta moral de Villagrán, al menos, hasta su marcha a Paterna. Salvador Arizón, uno de los comprometidos en la conspiración desde fechas tempranas, detalló los servicios prestados durante el tiempo que estuvo a sus órdenes. Hizo hincapié en que estuvo en el frente, fue el autor de la idea de crear el sello “Pro-Ejército” y perteneció a las comisiones de control de los servicios nombrado por el propio Jefe del Ejército Sur, el general Gonzalo Queipo de Llano.

A la vista del consejo fueron convocados un mínimo de 6 testigos aunque en el acta figuran que declararon nueve. Además, Villagrán se quejó en 1940 de que no se le había permitido la presencia de otros. En cualquier caso todos ellos declararon a su favor. Ratificaron que, aunque republicano, era un hombre de derechas que no había sido masón. Resaltaron las tensas relaciones de enemistad por el asunto del robo de ladrillos y competencia comercial, que mantenía con Julio Romero Franco y José Reviriego Morales, dos de sus principales acusadores. La presencia de estos vecinos de Paterna quizás pudiera deberse a las gestiones del defensor, capitán Cebada Villagrán. Perteneciente a una familia terrateniente de gran influencia local, como se ha dicho, su hermano Pedro era uno de los miembros de la gestora municipal paternera de esos momentos. Más tarde ocuparía un puesto tan estratégico en unos años de dificultades económicas y alimentarias como el de jefe del Servicio Nacional del Trigo en Vejer.

El 9 de agosto de 1936 quedó fijada la composición del consejo y la hora y lugar de su celebración. Lo presidiría el coronel Manuel Alfonsín Castañeda, el vocal ponente sería el Brigada Auditor Francisco Clavijo Peñarrocha y llevaría la acusación el propio fiscal de la Auditoria Eduardo Jiménez Quintanilla. Tendría lugar a las cuatro de la tarde del día siguiente, 10 de agosto, en la sala de Banderas del Regimiento de Infantería de Cádiz nº 33 en el cuartel de San Roque. Se cumplía el quinto aniversario de la sublevación de Sanjurjo en Sevilla. El interrogatorio de los testigos, todos ellos propuestos por la defensa, ocupó la mayor parte del tiempo.

El fiscal puntualizó algunos extremos pero no se salió de su papel. No insistió, por ejemplo, a pesar de que quedó claro, de que el cura Ramírez sólo podía avalar a Villagrán hasta antes de la proclamación de la República y que el carabinero Manuel Martín Hernández no entró en el ayuntamiento hasta la ocupación de la población y que, por tanto, las actuaciones de Villagrán junto a los golpistas eran tardías. Eso sí, en su intervención señaló la mayor responsabilidad que tenían los inductores de actitudes de “acción directa”, por su “solvencia moral e intelectual”, que los dirigidos, en su mayor parte “una masa ignorante e inculta”. Además señaló el informe del Comandante Militar de Paterna, el guardia civil Manuel Marín Galindo, que recalcando la finalidad del golpe de Estado de salvar las instituciones fundamentales nacionales y la cultura occidental no contó con el apoyó inmediato y decidido de Villagrán. Por ello pidió la pena de muerte. Cebada García, reconociendo su inferioridad ante la elocuencia del fiscal, solicitó la benevolencia del tribunal por las evidentes pruebas de enemistad e “intereses bastardos” que se apreciaban en las acusaciones de los testigos que se contradecían con las actuaciones de su defendido en los meses siguientes. Por todo ello pidió su libre absolución.

La sentencia juzgó probada las simpatías frentepopulistas del acusado y su amistad con los principales izquierdistas del pueblo. Así mismo consideró que su actitud durante los días que pasaron hasta la ocupación no fue decididamente opuesta a los extremistas, aunque no se hubiera podido demostrar que colaborara activamente en la resistencia. Consideró que el fiscal, al acusarle del delito de rebelión militar, sólo podía pedir la pena de muerte. Al no quedar suficientemente probado que, por su mayores conocimientos y ser militar, fuera el jefe de la oposición a la ocupación del pueblo fallaba que se consideraba autor a Villagrán de un delito de inducción a la rebelión por el que se le imponía una pena de ocho años de prisión mayor, la separación del servicio militar, la suspensión de sus derechos de elección a cargos y sufragio durante la condena y una responsabilidad civil de cuantía a fijar. Sentencia que quedó pendiente de su ratificación por la Auditoría. Un hecho que se produjo el 24 de agosto. El 16 de septiembre fue devuelta a Cádiz para el cumplimiento de los trámites de ejecución. Entre ellos el del enterado del ya condenado.

Al día siguiente de hacerlo Villagrán se dirigió al juez Peñuelas pidiéndole que se le proporcionara el testimonio de la sentencia como mandaba la ley. Sólo le habían dado copia del decreto de la Auditoría. No era una petición frecuente en aquellos momentos en los que ni siquiera la suerte definitiva del conflicto estaba decidida y apenas se había pasado el momento del terror caliente. Sin embargo, el ya ex teniente de complemento Francisco Villagrán tenía razones para estar contento. Por segunda vez había escapado a la saña de sus acusadores y había salido relativamente bien. Cierto es que hasta febrero de 1945 debía permanecer en prisión, pero el futuro parecía despejarse poco a poco. Dos noticias parecían confirmarlo.

La primera era que había sido designada la misma fortaleza gaditana para el cumplimiento de la condena. No se trataba de un hecho baladí. La cercanía del preso a sus familiares era una condición casi indispensable para soportar las condiciones de encarcelamiento. Por esos mismos días estaban llegando al cercano penal de El Puerto de Santa María centenares de presos cántabros y vascos, ya condenados por los consejos de guerra, tras la caída del frente Norte. Muchos de ellos jamás volverían a sus casas.

El propio Villagrán había sido conducido a la Prisión Provincial de Cádiz el 17 de diciembre. Desconocemos la causa. Alicia Domínguez ha recogido este hecho en su trabajo sobre la represión gaditana. Allí permaneció durante tres meses hasta que el 25 de marzo volvió a ser enviado al castillo de Santa Catalina para “ejecución de sentencia”. Es decir cumplir los ocho años de condena que le había sido impuesta. ¿A qué se debió este hecho cuando desde octubre la propia Auditoría –a pesar de la pérdida de su condición militar- había decidido que continuara en la fortaleza militar?, ¿la larga mano de sus perseguidores, que no olvidaban, le continuaba persiguiendo? No lo sabemos, pero finalmente, de nuevo, el secretario logró zafarse.

La segunda era que también el dogal económico parecía que iba a aflojarse. Con las cuentas bancarias intervenidas y su mujer Petra Bustillos depurada del magisterio los ingresos de la familia se habían reducido al mínimo. Si las gestiones para salvar la vida a Federico habían funcionado, también parecían que iban a cristalizar las que lograrían reponer en su trabajo a Petra. Así ocurrió oficialmente el 12 de octubre cuando del Boletín Oficial de los golpistas, que se editaba en Burgos, insertó un decreto del vicepresidente de la Comisión de Cultura y Enseñanza, Enrique Suñer, por el que resolvía reponer en sus cargos a la maestra de la Escuela Graduada de Párvulos nº 1 Petra Bustillos. No se le devolvían los sueldos que durante un año había dejado de percibir y se le inhabilitaba para ejercer cargos directivos y de confianza, pero significaba un respiro económico.

6. La vida continúa…

Para las autoridades militares golpistas el caso del que ya era ex teniente de complemento Federico Villagrán Galán terminó el 24 de noviembre de 1937 cuando, siguiendo órdenes, de la Auditoría el Servicio de Estadística rellenó los últimos formularios y ordenó su archivo. Tendrían que pasar casi tres años para que volviera a reaparecer para la justicia golpista, ahora vencedora, el penado Federico Villagrán.

El primer día de marzo de 1940 Villagrán terminó un largo pliego de descargo que iba a enviar al Presidente de la Comisión de Examen de Penas. Una orden de enero de la Presidencia de Gobierno, a cargo del coronel golpista portuense Valentín Galarza Morante, había creado unas comisiones de examen de penas de ámbito provincial en las que se trataba de unificar los argumentos para resolver las propuestas de conmutación. Aunque en la práctica su aplicación beneficiosa para los penados fue escasa por la gran cantidad de condenas, delitos y categorías de personas que quedaron fuera de su aplicación. El secretario consideró que su persona cumplía los requisitos que contemplaba la instrucción novena de la orden. A pesar de que la orden decía que se iban a revisar todas las sentencias consideró que lo mejor era presentar un pliego que pusiera sobre la mesa su caso.

El escrito es un amplio relato de sus actuaciones en Paterna durante los días del golpe y los siguientes hasta su detención a finales de julio. Después se extendió en detalles de sus servicios a Arizón y a la causa golpìsta. Así recordó que en aquellos días inciertos del verano de 1936 había sido él quien había firmado la documentación y listas de embarque del personal y material llegado a Jerez desde África. Algo que, de haber sido derrotado el golpe, se hubiera vuelto en su contra. Volvió a deslizar nombres de personas que pensaba podían ayudarle. Como los del odontólogo jerezano Francisco Díaz Baena –“jerarquía de Falange” y el alférez Díaz Barrera. Dos de las personas que estuvieron cerca de él cuando propuso el “Sello Pro-Ejército”. Incluso se atrevió a meterse con el general Queipo de Llano –ya entonces caído en desgracia- al recordar que no había confiado en un primer momento en su propuesta.

Interpretando las exigencias de la orden se centró en los considerandos de la sentencia. No se habían tenido en cuenta ni pruebas propuestas por él, ni testigos que no habían sido citados o admitida su presencia de forma voluntaria. Eran los casos de su pertenencia a la Unión Patriótica de Primo de Rivera, la primera información sobre su persona realizada y de la autoría de las cuartillas de Cordón. Pero sobre todo utilizó la consideración de que las acusaciones se habían debido a las imputaciones gratuitas de un “tal Cote” de Paterna, con el que se le negó un careo, y del cabo de la Guardia Civil que realizó un informe basado en lo que le dijo Julio Romero Franco, su mayor enemigo desde julio de 1936 por el asunto de la multa por el robo de los ladrillos. Así que, ciñéndose a la intención de la orden reparar “desigualdades” y “falta de uniformidad de criterio” al enjuiciar, consideraba su caso como uno “insólito y extraordinario”, en el que una venganza y calumnia moral se había ensañado con su persona. En consecuencia pedía que, en aplicación de la base 9ª de la orden, le fuera revisada la sentencia.

La Comisión de Penas abrió una instrucción un mes mas tarde, el 9 de abril. Resolvió a principios de junio: revisaba la sentencia dejándola en tres años de prisión. Eso sí, mantenía las accesorias. Entre ellas la de reincorporación al Ejército. La propuesta que viajó a Sevilla para su aprobación definitiva por la Auditoria la firmaba el coronel Julián Yuste Segura. El vocal en el consejo de guerra de Villagrán y de la comisión depuradora del magisterio que había expulsado a su mujer de las aulas. Otro mes después el juez encargado de revisar la sentencia, el comandante Manuel Cervera, daba su conformidad y ordenaba la prisión condicional del condenado por haber cumplido en exceso la pena que ahora se le imponía.

El 10 de julio de 1940 Federico Villagrán abandonaba el castillo de Santa Catalina. Había pasado entre sus muros casi tres años y medio. Ni él ni la España que le esperaba eran los mismos. Así debió pensarlo mientras se dirigía hacia la estación de tren camino de Jerez de la Frontera, a la calle Padre Hortas Galiz nº 3 donde iba a residir. Comenzó a trabajar en las bodegas de Palomino & Vergara. Después lo hizo en la que fundó un hermano suyo. Más adelante, en la década de los años 50, solicitó su reingreso en el cuerpo de secretarios de Ayuntamiento. Se lo concedieron y lo fue de los de Villamartín y Trebujena. Murió a mediados de la década de los sesenta.