Diego Lozano Meléndez

Tarifa
Cádiz
Díaz Martínez, Beatriz

Diego Lozano Meléndez era hijo de Francisco y Sebastiana. Cruzando la información de las listas de embarque con destino a Brasil (a las que luego nos referiremos) con la de su expediente de detención, concluimos que había nacido en Tarifa entre enero y noviembre de 1878. Su madre tenía por apodo La Canasta, por lo que Diego era conocido como «el hijo de La Canasta». De ahí debieron derivar otros apodos como «Diego Canastos» o «Diego El de los Canastos».

No sabemos si Diego tenía otras dedicaciones pero es seguro que durante décadas, entre los años 20 y los años 50 del siglo XX, trabajó por los campos como maestro ambulante. La mayoría de los maestros ambulantes, entre ellos Diego, no tenían formación de Magisterio. Recorrían valles y montes enseñando a leer, escribir y hacer cuentas a niños y niñas, jóvenes y personas adultos que vivían en chozas y cortijillos disperos y alejados de las escuelas rurales. A cambio les daban comida y un catre donde dormir en su recorrido, les lavaban la ropa y, si la familia tenía algunos ingresos, recibían algunas monedas.

Curro Gil Gil, nacido en 1931 en Puertollano y emigrado muy joven a Barcelona, recuerda a Diego Canastos como un hombre «bajito, rubio, con los ojillos azules».

En los montes de Tarifa su nombre es muy conocido. Las informaciones primarias que nos aportan las mujeres y hombres entrevistados sobre el maestro Diego Lozano son que era homosexual y que durante la guerra de 1936-1939 estuvo huido por ser de izquierdas. Perteneció a la UGT de Facinas, como se detallará. Al tratarse de dos realidades especialmente criminalizadas y estigmatizadas durante el franquismo, no es extraño que hayan circulado diversas versiones e interpretaciones sobre su vida. Y algunos testimoniantes que afirman haberle conocido de cerca no han querido entrar en detalle.

En los libros de embarque del archivo del Museu da Inmigraçao do Brasil aparece un hombre llamado Diego Lozano Meléndez, de nacionalidad española, soltero y con 33 años en 1911, originario de Tarifa. Se embarcó en el vapor Cavour con destino a Ribeirão Preto el 9 de noviembre de 1911 y llegó el día 25 del mismo mes. Las fechas y edades son las de la persona estudiada sin lugar a dudas.

Camila Jiménez Trujillo, que nació en 1927 y se crió en el cortijo de Las Piñas (cerca de Monte Betis), explica lo que le contaron sus mayores: «Diego se casó con María, a quien le quedó el nombre de María la Canasta. Cuentan que dejó a su mujer y se marchó con un novio que tenía. No tuvieron hijos». Según el expediente militar en el momento de su detención (en 1939, cuando Diego tenía sesenta años) detalla que su estado civil era casado y vivía separado de su esposa desde 1914.

Curro Gil Serrano (Puertollano, 1931) añade su relato: «La Canasta un día estaba hablando con mi madre y… las cosas las escuchas; hay cosas que las grabas y otras no… Y mi madre le dice a La Canasta, ¿pero tú no notaste nada, hija, tanto tiempo hablándole? Y La Canasta, llorando, le dijo a mi madre, pues hija, no lo noté».

Manolo Lara Ríos, nacido en 1936 en Los Majales (cerca de La Peña), donde su padre tenía un cortijo, explica que María La Canasta se juntó después con uno de Los Paco Pepes (Pepe Gil el de los molinos de Puertollano, de la familia de El Mazorco), y que no tuvieron hijos.

Como maestro ambulante antes de la guerra de 1936-1939

Alfonso Alba Escribano nació en 1946 en Tarifa y se crió en la dehesa de Los Zorrillos hasta los 20 años. Alfonso se refiere al aprendizaje de su madre, nacida en 1916 en el cortijo de Ramos: «Mi madre sabía leer y escribir correctamente. Tanto ella como sus hermanos y unas primas habían tenido un maestro particular ambulante. Sería hacia 1924 o 1925». Esto nos indica que también las mujeres aprendían con maestros ambulantes, y que en los mismos cortijos esta era a veces la única opción de aprendizaje.

Su primo Antonio Escribano Pacheco nació en 1927 en el mismo cortijo de Ramos, que era de su abuelo paterno. Antonio tiene muchos recuerdos del cortijo de Ramos porque pasaba allí muchas temporadas con su abuelo paterno:

«Al maestro Diego Canastos lo conocí yo en el año 1933, y ya era un hombre mayor. No lo conocí como maestro sino accidentalmente, en un incidente. Antiguamente, en cada distrito del campo, con motivo de fiestas religiosas se organizaban fiestas y se montaba una especie de bar. Si algún propietario tenía vaca, se ponía de acuerdo con el que organizaba la fiesta y montaba un herradero. Cuando yo era mayor y vivía en Tarifa, iba con mis primos a caballo a estas fiestas. Podíamos estar toda la noche si había varias fiestas en la zona. En un herradero de esas fiestas, en Piedra Cana hubo un incidente y se le nombró mucho. Yo tenía siete años y recuerdo lo que me explicaban mi tío y mi abuelo, que me habían llevado a caballo al herradero: había hecho una cosa que no era correcta, y como era en el 33 y el ambiente estaba revuelto, quizás aquello tenía un matiz político».

Antonio Escribano cierra así sus recuerdos sobre Diego Lozano: «A Diego lo nombraban mucho en el cortijo, porque dedicaba su vida a ir por el campo y visitar a la gente de los cortijos». Es probable que las visitas a los cortijos por Diego tuvieran una misión de concienciación política, además de enseñar como maestro, pues tenemos constancia de que fue presidente del sindicato socialista Unión General de Trabajadores de Facinas (aldea vinculada a la zona de Puertollano) entre agosto y noviembre de 1933.

Se esconde en el monte y sigue enseñando

Eduardo del Río Delgado nació en 1944 en Tarifa. Con 14 años lo trasladan con los abuelos a Ribera de Los Molinos. Su padre, criado en esa zona, le habló de algunos lugares donde Diego Lozano vivió escondido durante la guerra: «En la Sierra del Palomo, en la Dehesa de Longanillas tirando hacia El Paredón, en una hueca que hay en El Tajo de la Ventana».

Juan José Señor López, nacido (hacia 1950) en Las Higuerillas, da una ubicación al escondite del maestro Diego. Así me lo explicó por correo electrónico: «Por esa época, y según mi madre, había un escondido en el abrigo del Tajo de Joraz, en la sierra de El Paredón (cerca de La Ahumada). Ella estaba un día jugando, con 13 o 14 años, junto con su hermano Rafael, dos años menor, y el escondido les asustó lanzándoles piedrecitas. El maestro acertó con sus intenciones, pues los niños volvieron a casa asustados porque en el Tajo de Joraz un espíritu les había tirado piedras».

Y continua: «Mi madre no conoció personalmente al maestro (o quizás le conoció y no sabía de quién se trataba), pero su padre, mi abuelo, sabía que estaba allí y también contribuyó a darle alimento. Mi abuelo, un personaje famoso, era conocido como Requena».

Candelaria Ibáñez Atanasio, nacida en 1930 en Longanillas (La Palanca, junto a La Ahumada). Su madre tuvo diez embarazos (dos de mellizos) y seis hijos vivos, cuidaba a los animales mientras su marido trabajaba en el carbón y en la corchas, y murió de tuberculosis cuando Candelaria tenía 9 años (en 1939).

Candelaria calcula que tendría 9 años cuando detuvieron a Diego. Cuando le comento que estuvo escondido en el monte, se muestra sorprendida: «¿a ti quién te lo ha dicho? ¿cómo lo sabes?». Le explico que me lo ha dicho mucha gente y que está escrito. Entonces se decide a contarme y me propone mostrarme la cueva.

«Yo me acuerdo de Diego el de los Canastos. Ese hombre, durante la guerra, de día estaba escondido en una laja que hay en La Palanca (La Ahumada), que es como una cueva. Yo he estado en ese boquete. Tiene un escalón grande y si llovía no se mojaba. Y en Longanillas estuvo en La Laja Joradada. Si lo cogían lo mataban, aunque él no había hecho daño a naide; ¿para qué lo querían coger?

»De noche bajaba a darles lección a los niños. Porque entonces había mucha más gente por aquí. Bajaba donde una tía mía que tenía dos hijos y donde mucha otra gente. Y como daba lección a los chiquillos le daban de comer y le daban pan para el día siguiente. Y nadie decía que estaba escondido. ¡Pasaría el hombre miedo y frío!».

Juan Atanasio Moya nació en La Ahumada en 1938, noveno de diez hermanos, me explica: «Yo no llegué a conocer bien a Diego. Yo era muy pequeñito y tengo un recuerdo muy lejano, pero mis padres y mis tíos me lo contaron. Se escondía en una cueva que algunos le decían La Cueva de Diego y otros La Cueva del Tío. Era una piedra en visera y allí delante hizo él un muro de piedra para resguardarse del frío y la lluvia. Allí dormía él, sobre unos helechos. El nombre de la cueva se lo pusieron cuando vino Diego; antes no tenía nombre, era una piedra que había allí, sin más».

El abrigo está muy cerca de las casas de la gente a quien enseñaba; las mismas familias que le surtían de alimentos y que cubrían sus necesidades. No vivía con las familias para no comprometerles. Hay en la zona muchos abrigos similares.

Continúa: «Él vivía en esa cueva porque estaba juído de cuando la guerra, y lo buscaban; tú sabes que unos venían de un lado y otros de otro lado. Mientras estaba escondido en la cueva sólo salía de noche y daba lección a los niños. Dicen que enseñaba bien y que sabía mucho. Así se ganaba sus perritas. Otros vecinos le daban la comida o alguna cosa. Y si alguien iba a Tarifa le encargaba algo que necesitaba.

La gente de la sierra estuvieron escondidos por El Ojén y las sierras de Los Barrios. Secuestraban a mucha gente, pedían una cantidad y si no la recogían los mataban. Pero él estuvo nada más que escondido y dando clases a los chiquillos. La Guardia Civil lo buscaba pero no había dado con él. Aquí era difícil entrar, pues no había carreteras hasta hace poco: en 1968, cuando me casé, hicieron la pista para entrar a La Ahumada».

Es detenido y encarcelado

Candelaria me explica indignada: «Lo chivatearon. Lo detuvieron pero no lo mataron. Yo sé quién lo chivateó, y te lo voy a decir: fue un tío mío que se llamaba Ramón, que fue municipal. Este hombre era muy malísimo y muy celoso. A su casa no podía llegar nadie, porque entonces él decía que se acostaba con la mujer. Ella se aparto de él y se juntó con otro hombre».

En el Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo, Sevilla se encuentra la Causa 451 de 1939, Consejo 86 del Procedimiento contra Diego Lozano Meléndez. Los datos de ese expediente que expongo a continuación los he tomado del artículo de José Manuel Algarbani La justicia franquista en Tarifa a través de Diego Lozano Meléndez, Félix Plá Álvarez y José Chamizo Morando, publicado en la revista Al Qantir 12, en 2012.

La noche del 2 de enero de 1939 un vecino de La Ahumada indicó a la Guardia Civil que Diego Lozano estaba oculto en un abrigo en Hoyo Quintero. En esa fecha Diego tenía entre cincuenta y nueve y sesenta años. Allí le detuvieron y hallaron dos colchones, ropa, unas alpargatas, enseres de cocina y paquetes de tabaco. Diego Lozano Meléndez era considerado, según su expediente, «de ideas extremistas y peligroso, huido al iniciarse el movimiento nacional».

Tras su interrogatorio, Diego firmó una declaración donde explicaba que su oficio era maestro de escuela rural sin título y que se dedicaba a dar lecciones en los caseríos de la zona. Que hacia agosto de 1936 estaba dando lecciones por el campo y al enterarse de que era perseguido por las autoridades (por haber sido presidente de la Unión General de Trabajadores en la aldea de Facinas desde agosto a noviembre de 1933) se marchó a la sierra, donde permaneció oculto en varios lugares. Añade que siempre estuvo solo, que no vio a nadie como él en la sierra y que no había usado ningún arma.

En el escrito declara que varios vecinos de La Ahumada le facilitaban lo necesario para su sustento. Detuvieron como encubridores a nueve campesinos de la zona y a un recovero llamado Armenta. De los detenidos, Antonio Gómez Fuentes, Juan Atanasio Cote (tío de Juan Atanasio Moya, hermano de su padre), Francisco Valencia Lozano y Pedro Serrano Román habían estado afiliados al Sindicato de Trabajadores del Campo de Tarifa (del Partido Socialista). Cristóbal Cote Castro, Luis Noria Ruiz, José González, Manuel Román Romero, Miguel Gómez Quiñones, su hermano Alfonso Lozano Meléndez (que entonces tenía 78 años y vivía en una choza en el monte de Las Higuerillas) y Salvador Martín Ruiz no estaban afiliados a ningún sindicato.

Las declaraciones que los detenidos hubieron de firmar (unos con letra y otros con el dedo) dan idea de las penosas condiciones de vida de los vecinos de La Ahumada, así como de la extrema situación en que Diego debió sobrevivir huído en el monte. Todos dicen saber que Diego Lozano era «de ideas izquierdistas», que había sido presidente de una «sociedad» en Facinas y que hacía «propaganda extremista» entre los trabajadores.

Afirman que hacía unas semanas habían comprobado que Diego se refugiaba en una cueva cercana y le habían dado pan porque él se lo había pedido. Uno de los declarantes dice que no le dio pan porque no tenía. Aclaran que no habían denunciado por temor a represalias contra sus familiares. Uno de ellos explica que no denunció porque vio que Diego estaba enfermo y otro dice que no sabía que estaba fugitivo.

Diego fue condenado por adhesión a la rebelión a prisión perpetua y a la inhabilitación absoluta durante el tiempo de la condena, y se absolvió a los demás procesados. Dada la intransigencia y crueldad del sistema judicial franquista, y considerando que era evidente el compromiso ideológico de Diego y que había logrado sortear la vigilancia y puesto en jaque a la Guardia Civil durante casi tres años, sorprende que no se le condenara a muerte y que no hubiera ninguna pena de prisión para los vecinos que le apoyaron y encubrieron. Como dice Juan Atanasio Moya, «tuvieron suerte, porque todos los vecinos sabían que estaba allí y le ayudaban; el hombre necesitaba sobrevivir y no había hecho daño a nadie».

Juan sugiere un motivo para una pena relativamente benevolente: «Alguien había en Tarifa que pudo mover las cosas y al final los sacaron». Curro Gil Serrano, de Puertollano, dio una explicación donde cobran protagonismo los primeros beneficiados por su aportación como maestro durante esos penosos años escondido: «Fueron unos niños. Los padres reunieron a los niños para que dijeran que él daba clases de religión y que no era comunista. Así lo salvaron».

Llevaron a Diego a la prisión de El Puerto de Santa María en enero de 1940. En 1943 se le conmutó la reclusión perpetua por seis años de prisión, como se haría con muchos otros prisioneros, dada la insostenible situación de hacinamiento y abandono de las prisiones franquistas que derivó en varias epidemias y una gran mortalidad. Dejó extinguida su condena el 6 de enero de 1944 y en septiembre de 1945 sería archivada su causa.

Continúa trabajando como maestro ambulante

Cuando Diego salió de la prisión volvió a la zona de Puertollano, donde posiblemente aún vivían algunos familiares suyos y también la mujer con quien se había casado. En ese mismo lugar enseñaban otros maestros ambulantes que también eran conocidos por sus ideas de izquierdas.

Curro Gil Serrano (Puertollano, 1931) me explicó que Diego conoció en la cárcel a un hombre también represaliado por ser de izquierdas, de apellido Salmerón: «Hicieron amistad. Salmerón era de Granada. Vino con Diego cuando salió de la cárcel y vivieron durante un tiempo juntos y dando clases. Por eso la gente decía que Salmerón era marica. Diego le animó a venir a trabajar aquí como maestro ambulante, porque no podía volver a su tierra».

No está claro dónde se alojaba Diego, pero dada su avanzada edad y que se trasladaba a pie como maestro itinerante, debía de ser en alguna casa de la vecindad. Antonio Gil Marín, nacido en Puertollano en 1931, explicó que Diego dormía donde un vecino llamado José Meléndez.

Quisco Trujillo Aguilera, nacido en 1935 en Pedro Valiente, donde su padre trabajaba como agricultor, afirma que Diego Canastos enseñaba a las familias de esta zona durante su infancia. Cuando conoció a este maestro no sabía sobre su pasado; lo supo de mayor.

Quisco, que ha colaborado en radios locales y a sus 79 años sigue haciendo de intermediario y recadero para comerciantes locales, no aprendió a leer y escribir con Diego, «porque cuando llegaba a la casa, mis hermanos y yo nos escondíamos en el huerto. No queríamos… ¡Cosas de chiquillos! Yo aprendí solito. Había entonces un control en el desvío al Santuario, cerca de nuestra casa, y un soldado que estaba allí me trajo una cartilla para aprender a escribir».

Rafa Meléndez Medina nacido en 1934 y criado en Puertollano, recuerda: «Tuve un maestro de pequeñillo, tendría nueve o diez años, a quien le decían Diego el de los Canastos. Todos los hermanos dábamos clase con ese maestro. A mi casa venía por la noche, porque nosotros de día estábamos siempre con los animales. Me entraba sueño y él me daba un cocotazo. Eso es lo que más recuerdo. Un crío de esa edad, que tenía que madrugar y todo el día guardando animales, de noche estaba rendido.

Había días en que Diego no venía porque llovía mucho, y entonces no había coches ni había carreteras; venían caminando. Y los críos nos poníamos contentos: «Hoy no vendrá el maestro». Cuando el maestro venía, mi padre le sacaba la manteca y el pan macho. Aprendíamos con el Catón, que le decían, y una pizarrita. Aprendí a leer y a escribir algo. Ortografía, ninguna».

Muchos maestros ambulantes dejaron su duro oficio cuando la edad no les permitía caminar decenas de kilómetros al día, subir y bajar montes por veredas pedregosas, enfrentarse a los bichos montunos y recorrer de noche los caminos. Otros escogieron la vida sedentaria una vez que se casaron y tuvieron hijos. Pocos mantuvieron esta ocupación hasta sus últimos días, aunque no todos: es el caso de José tejado Navarrete y de José Pecino Ríos, cuyas historias serán motivo de futuros trabajos.

¿Hasta cuándo daría clases de forma itinerante Diego Lozano? A finales de la década de los 40 su edad se acercaba a los 70 años. ¿En qué condiciones físicas y manteles sobrevivía, dado su intenso recorrido de vida? Podemos imaginarlo como un anciano curtido y zarandeado, no ya por la vida en el monte sino también por los prejuicios sociales y la represión ideológica de su tiempo. Y sin embargo parece que estaba decidido ¿inevitablemente? a continuar con su oficio de enseñante para dar oportunidades a la población más olvidada de Tarifa hasta el final de sus días.

No sabemos con exactitud dónde se alojó en sus últimos años ni cuándo falleció. Es posible que mantuviera una relación cordial y de apoyo con quien fue su mujer, María La Canasta, y con otros vecinos de Puertollano, ya que regresó a la misma zona al salir de la prisión, ya anciano. Manolo Lara Ríos (nacido en Los Majales en 1936) afirma que María La Canasta conservaba en su casa libros de Diego Lozano: «libros gordos de historia, cuentos y novelas. Porque por las noches, en una casa se reunía la gente y uno que sabía algo cogía un libro e iba leyéndolo para todos». Esto nos sugiere que la familia de María valoraba, la posibilidad de saber y cultura que los libros de Diego encerraban; y quizás su propia labor educativa.

A pesar del ambiente de control y denuncia que se respiraba en esas décadas, y que en muchos casos desembocó en el aislamiento social de las personas señaladas, parece claro por los testimonios recogidos que sus alumnos y vecinos no le molestaron ni mucho menos lo expulsaron de la zona. Siguieron valorando su aportación como maestro ambulante y de hecho lo recuerdan con compasión y respeto.