Alfredo Hernández

La Línea de la Concepción
Cádiz
Hernández, Humbert
Septiembre de 1936. El golpe de Estado de los militares fascistas había desembocado en la más sangrienta contienda que España había conocido, una guerra fratricida, despiadada, desalmada, seguida de un holocausto en el que esos militares asesinaron, ejecutaron, torturaron, aplastaron y castigaron a miles y miles de inocentes. 

Se daba la circunstancia de que la rama de mi familia paterna era de Gibraltar, pero desde hacía años había residido en La Línea, dada la falta de viviendas dignas en Gibraltar entonces y los precios a menudo exorbitantes de los alquileres.  Al estallar la guerra, mi abuelo, Manuel Hernández, decidió trasladarse con sus cuatro hijos, ya mayores, a Gibraltar a compartir vivienda con otros familiares nuestros que entonces residían en Flat Bastion Road (La Cuesta de Mr. Bourne). Mi abuelo había sido carbonero, entonces ya jubilado por enfermedad, y todos sus hijos trabajaban en la construcción. Resulta que uno de sus hijos, mi tío Alfredo, de veintinueve años, estaba casado con una chica linense y aunque la animaron para que se mudara a Gibraltar junto con la familia, rehusó hacerlo dado que tenía a su cargo a su anciana madre, a la que también aconsejaron ponerse a salvo, y no consintió en dejar su hogar.

Pasados los primeros tiempos, cuando el Campo de Gibraltar había caído en manos de los rebeldes con las nefastas consecuencias que conocemos y la frontera de nuevo se abrió, mi tío Alfredo cruzaba a La Línea a diario para ver a su mujer y a su hijo, Manolo, de dos años.  Algún que otro fin de semana Alfredo lo pasaba con su mujer y no regresaba a casa hasta el lunes y fue por esa razón que al principio de su desaparición la familia no lo echó en falta.  Mi padre cuenta que cada vez que Alfredo regresaba a Gibraltar venía destrozado por las escenas que a menudo presenciaba. Contaba de grupos de mujeres llevadas desde la Comandancia Militar en paños menores, las cabezas rapadas, después de haber sido forzadas a ingerir un purgante de aceite castor, y, por lo tanto, haciendo sus necesidades a medida que las paseaban por la calle, aguantando los insultos y a veces los palos que le propinaban los mirones.

Llegado el fin de septiembre, Alfredo cruzó la frontera por la tarde como solía hacer, pero antes de llegar a casa de su mujer se metió en un bar a tomar una copa. El problema de Alfredo era que no sabía parar de beber una vez que empezaba; si se tomaba una copa, tenía que tomarse veinte más. Cuando ya estaba en un estado de embriaguez, el camarero le sugirió que se marchara y Alfredo comenzó a despotricar y a reñir; era consabido que tenía mala bebida. Pronto echó por esa boca lo que no estaba escrito sobre los fascistas, sobre la Guardia Civil, sobre Franco y sus secuaces y desde luego no en términos educados; por lo que el camarero luego le contó a un familiar, su versión era de lo más inmunda.

Dio la casualidad, que en el café en ese momento se encontraba un señor gibraltareño leyendo un periódico en un rincón.  Era un simpatizante de las fuerzas nacionalistas que supuestamente iban a salvar a España de las garras de los comunistas, los masones y los judíos; un buen católico que actuaba como correo y chivato de las fuerzas del “orden”. Sin mediar palabra, este fulano se escurrió fuera del recinto y regresó con un pequeño destacamento de la Guardia Civil. Según el barman, a Alfredo le propinaron una soberana paliza, le dieron palos hasta en el canto de los dientes, y luego a rastras, inconsciente, se lo llevaron.

Las últimas palabras de uno de los guardias antes de llevárselo fueron, según el barman: ¡Muerto el perro se acabó la rabia!  Palabras siniestras dado el final del incidente horas después.

Naturalmente, esa noche Alfredo no regresó a casa y la familia en Gibraltar supuso que lo estaba pasando con su mujer. No fue hasta la siguiente mañana que un familiar en La Línea por parte de mi madre mandó decir a través de la red del Socorro Rojo que Alfredo estaba detenido. A partir de ese momento, su búsqueda se convirtió en una verdadera pesadilla. Nadie sabía dónde estaba Alfredo. Familiares en La Línea fueron a la prisión, al retén, a la comisaría, al hospital, pero nadie ‘sabía’ nada.  Incluso se llegaron a la prisión de Algeciras, pero allí tampoco tuvieron suerte.

Por su parte, mi abuelo Manuel desesperado y temiendo lo peor, se dirigió aquí en Gibraltar al sindicato, quien fue con él a la policía buscando ayuda para este súbdito británico. Ahí se encontró con un muro. No querían saber nada del asunto. A pesar de que se le recalcó que Alfredo era de izquierda, pero apolítico, y no había tomado parte en la lucha fratricida en marcha. No había nada que hacer: ésta era la política británica, engañosa, de la No-Intervención. Mi abuelo pudo llegar, a duras penas, hasta el Gobernador, Sir Charles Harington. Inútil todo. Ya por último le rogó al obispo de la Iglesia Católica, Mgr Fitzgerald, que hiciera gestiones para que soltaran a su hijo, pero el buen obispo le replicó que la Santa Iglesia no se inmiscuía en cuestiones políticas. Una mentira como una casa, cuando él mismo usaba el púlpito para pedir el apoyo de los fieles a los nacionalistas rebeldes. 

Pero bueno… ¿Cómo en la vida iban a levantar un dedo las autoridades coloniales para ayudar a un mero trabajador, cuando tanto los militares británicos como las autoridades civiles, las distintas confesiones religiosas, el comercio local y los adinerados, todos, respaldaban a las fuerzas de Franco?

Al siguiente día mi abuelo recibió la noticia por mediación del Socorro Rojo de que a Alfredo lo habían metido en un furgón junto con otros presos, llevado a la tapia del cementerio en La Línea y fusilado. Su cuerpo fue arrojado a una fosa común. Y todo eso por hablar más de la cuenta. Mi abuelo nunca se recuperó de esa pérdida y en la familia ha quedado esa herida abierta.