Adolfo Acosta Paniagua

Villanueva de la Concepción
Málaga

No tuvo suerte Adolfo Acosta. Vivió, como casi todos, los que debían ser sus mejores años en un tiempo convulso, y en su caso dedicado además a una profesión que en una guerra se consideraba «de utilidad pública y necesidad perentoria». Practicante, nada menos.

Adolfo había llegado con apenas 26 años al por entonces anejo antequerano de Villanueva de la Concepción, donde pronto comenzó a compaginar su profesión con la de ocasional maestro rural de los hijos de los dueños de los cortijos de la zona, y entre los que tenía fama de disciplinado, meticuloso en la metodología y rectitud religiosa.

Siempre de aquí para allá, sin tiempo para otra cosa que no fuera trabajar, hasta el punto de que en el pueblo todos bromeaban ya con el hecho de que no iba a encontrar más novia que la jeringa. En estas se las buscaba Adolfo cuando conoció la noticia de una sublevación fracasada y convertida en guerra que terminó por removerlo todo.

Toda la zona antequerana había resistido el primer envite sublevado e iniciaba sus días como retaguardia republicana. Pronto caería sin embargo la zona Norte del término. Fuente de Piedra, Humilladero, Mollina, Antequera, Bobadilla, Alameda y Cartaojal sucumbían en agosto de 1936 a la aplastante superioridad de unas tropas sublevadas que, comandadas por el general Varela, buscaban acabar con el aislamiento en que había quedado la zona granadina desde el 18 de julio, y que conseguirían justo un mes más tarde.

Conseguido este objetivo militar prioritario, los ojos se volvían ahora sobre Málaga capital, punto estratégico de inestimable valor por la importancia de su puerto, y por la conexión que desde la misma y a través de su línea de costa se establecía con el Poniente.

Pero antes era necesario atravesar otra buena parte del término de Antequera, su zona más septentrional, en la que se encuadraban Valle de Abdalajís, Villanueva de Cauche y la propia Villanueva de la Concepción. En una casi perfecta línea recta que conectaba los tres núcleos, se había asentado desde agosto de 1936 el que en ese momento era el más importante de los frentes republicanos que atravesaban la provincia.

Unidades del Ejército de la República, milicias obreras, unidades anarquistas y cenetistas lo componían, haciendo frente, no solo a la diaria amenaza de unas tropas sublevadas que, apostadas a pocos kilómetros, ya comenzaban a hacer sus primeras incursiones de reconocimiento, sino de un verdadero éxodo poblacional de gentes procedentes en su mayoría de la zona sur sevillana, como de los propios salidos de la zona Norte de Antequera, aterrados unos ante las violencias que de los moros se contaban, y dispuestos otros a defender la legalidad de la República a través de las armas.

En nada de eso pensaba Adolfo Acosta, ensimismado en su en ese momento único trabajo de practicante —el periodo vacacional de clases había llegado también a los cortijos de la zona— hasta que una columna de la CNT, que había tomado el pueblo como campamento base, lo requirió para que se dedicara en exclusividad a la atención de heridos y enfermos entre las milicias. Una yegua, requisada a un vecino para esta tarea, le acompañaría en sus desplazamientos a lo largo de la línea de frente. El final del verano de 1936 no trajo consigo la vuelta de Adolfo a las clases por los cortijos, ni tampoco el invierno de 1937.

Durante los primeros días de febrero de este año tropas hispano-italianas ocupaban la zona Sur del término antequerano, confluyendo sobre la capital el día 8. Se iniciaba el mayor éxodo poblacional de la historia de los conflictos bélicos europeos del siglo XX y Adolfo, miedoso como muchos de las represalias, quedó minimizado en esa maraña de terror que fue la huida de Málaga a Almería.

Pasó por Murcia, Cartagena y Barcelona, movilizado por quinta y destinado a la 94 Brigada de Infantería de Marina, en calidad de practicante, y operando con esta unidad por los sectores del Segre y Tremps, y siendo ascendido a Auxiliar facultativo segundo.

Pero Adolfo quería regresar al pueblo, decisión sin duda acelerada por la ocupación total de Cataluña, y el 1 de enero de 1939 planeó su deserción a filas sublevadas, esperando contar su historia y ser devuelto a casa.

Fue llevado en cambio a los campos de concentración de Santoña —Santander— y Escolapios —Bilbao—, hasta llegar a la también bilbaína prisión de Tabacalera, donde ya en octubre de 1939 esperaba impaciente declarar para iniciar la instrucción de su caso.

Pero llegaron sin embargo antes los primeros informes de las autoridades del pueblo, aquellos que lo situaban como «exaltado propagandista del Frente Popular» como de «ejercer gran influencia sobre el elemento obrero, para excitarlo», antes de la guerra, así como de, ya en la retaguardia republicana, robar una yegua y huir del pueblo ante la entrada de las tropas sublevadas.

Permanecería en Bilbao hasta marzo de 1940, en que se propone su traslado a Antequera, y la continuación de un proceso que dos meses más tarde concluiría con sentencia absolutoria.

En junio de 1940 Adolfo Acosta vuelve libre al pueblo, sin obligación de presentarse en ningún cuartelillo de turno, y con el propósito de retomar a la normalidad de una profesión que de alguna forma no había abandonado del todo en la guerra. Distinto sería el caso de las clases en los cortijos, para las que se antojaba difícil que un juzgado por Auxilio a la Rebelión, a pesar de ser absuelto, pudiera seguir impartiéndolas.

Por eso decidió Adolfo cambiar el libro por el cuchillo de matarife, y acudir a las matanzas de los cortijos que pudieran requerir sus servicios. Seguramente la experiencia de la guerra le había curtido en la familiaridad de la sangre a borbotones, y por ahí pudiera ahora encontrar ahora un dinero extra: abrir heridas en lugar de cerrarlas.

Sin embargo no duraría mucho la tranquilidad del retorno para Acosta, que ve como seis meses más tarde se le notifica la incoación de un nuevo proceso militar, pero por los mismos hechos por los que ya había sido juzgado y absuelto.

El desconcierto de Adolfo Acosta aumentaba además a medida que aumentaba el número de vecinos con declaraciones inculpatorios sobre las responsabilidades ya juzgadas, y que solo fueron contrarrestados por aquellos que afirmaron que el nuevamente encartado siempre tuvo un comportamiento excelente, y alejado de los excesos cometidos en la retaguardia republicana. Probablemente estas últimas declaraciones influyeran en que en febrero de 1942 fuera decretado el sobreseimiento definitivo del caso, y un mes más tarde se hiciera efectiva la libertad definitiva de Adolfo Acosta. O quizás no definitiva…

En agosto de 1942 Villanueva de la Concepción celebraba las fiestas patronales en honor a la Inmaculada Concepción. Era el retorno a una de las principales fiestas del pueblo después de varios años de absoluta penuria en que éstas habían quedado reducidas a los meros oficios religiosos y actos de desagravio. Sin embargo este año había recuperado, siquiera en parte, el tono festivo, y en él también intentó evadirse Adolfo Acosta.

En la Taberna de la Viuda había improvisado una actuación una cantaora de flamenco que había sido contratada por el Ayuntamiento para las fiestas. Cantaba, acompañada de otros, a solo dos mesas de donde Adolfo y dos amigos tomaban unos chatos de vino. Pero el ambiente festivo quedó ensombrecido en el momento en que Adolfo, visiblemente embriagado, al acercarse a la cantaora para felicitarla, fue empujado por otro vecino mientras le gritaba «¡fuera de aquí, que este no es sitio para sinvergüenzas!».

Acosta salió del bar avergonzado por la afrenta, como enfurecido por el hecho de haber sido ya dos veces depurada su culpa; una culpa que también había matado a sus dos hermanos, ejecutado uno después de serle impuesta pena de muerte, y muerto el otro en el frente, combatiendo en filas republicanas.

Adolfo no soportaba más el dolor, y quizás su única forma de mitigarlo fuera provocarlo en otros. Así entró en la taberna de al lado, donde la noche antes había dejado su maletín de practicante, y sacó del mismo el cuchillo que pocos meses antes había comprado en Málaga por doce pesetas, sujetándolo con el cinto.

Pero justo cuando salía por la puerta de la taberna de Francisco Lozano —que reconocería posteriormente haber registrado el maletín mientras su dueño estaba fuera— lo interceptó y le requirió el cuchillo, forcejeando con él mientras le decía «con este tú no matarás a nadie», a lo que Acosta le respondió «eso lo has hecho porque estamos en el Régimen que estamos, que si cambiara puede que te acordaras de este día».

Lozano cogió fuertemente del pecho a Acosta, que tiró el cuchillo y comenzó a llorar desconsoladamente, pidiendo a Lozano que no lo denunciara. Lozano rompió el puñal de matarife en tres pedazos, se lo entregó a Acosta y le dijo que lo llevara inmediatamente ante el Cabo de la Guardia Civil en el pueblo.

El 18 de agosto de 1942, después de su declaración en el cuartelillo, Adolfo Acosta quedaba detenido en los calabozos, acusado de asesinato frustrado y amenazas. De ahí sería trasladado a la Prisión Provincial de Málaga.

De nuevo informes y declaraciones desfavorables para el acusado, tanto las que confirmaban la discusión en la taberna de la Viuda como las que afirmaban haber presenciado las amenazas a Lozano Hoyos, y a las que se unían ahora otras que lo situaban «al frente de una turba, dando voces de “¡muera la Guardia Civil!”», o afirmando públicamente que vengaría la muerte de sus hermanos.

Por el contrario, 35 vecinos de la vecina pedanía de Arroyo de Coche, donde ahora vivía el inculpado avalaban con la firma de su puño y letra, su «intachable conducta, con celo en su profesión, combinada con la de matarife, así como maestro rural».

Quizás de nuevo las declaraciones contradictorias y el apoyo decidido de una pedanía entera, «todos militantes de Falange y de las JONS», influyeran en que en octubre de 1942 Adolfo Acosta fuera puesto en libertad provisional mientras se completaba la instrucción del sumario.

Así hasta el 15 de junio de 1943, en que se decreta orden para su procesamiento, y justo un año después, en que un Consejo de Guerra lo condena a 1 año de prisión.
El 25 de junio de 1944 Adolfo Acosta ingresaba en la prisión de Málaga para cumplir la condena impuesta, obteniendo la libertad definitiva el 5 de mayo de 1945. No volvería sin embargo a Villanueva de la Concepción, fijando su residencia en el vecino —y a la vez lejano— pueblo de Casabermeja.

Adolfo Acosta Paniagua fue una víctima más de una coyuntura convulsa que alteró todos los órdenes, políticas y sociabilidades, pero sobre todo de una atroz represión que estableció su legitimación de la sublevación en la necesidad de destrucción de un proyecto republicano demonizado como caótico y violento, y de aquellos que con ella tuvieron vinculación, aunque fuera solo a partir de una militancia de base política y sindical.

Una represión que en el mejor de los casos suponía el arrinconamiento del sometido, la anulación de su capacidad política, y una marginación social en la que no solo contribuyeron las autoridades con sus informes desfavorables.

Por ello el caso de Adolfo Acosta es el de muchos otros que sumaron a la represión física que era la privación de libertad, el escarnio cotidiano de una parte de la comunidad vecinal vigilante y parapolicial, que apartaba y vituperaba al débil, a ese «sinvergüenza» de esa otra España atentadora contra el Orden, la Patria, la Religión; la anti-España de influjo soviético; la apátrida; y sobre la que volcaba su delación por venganza, ansia de ascenso hacia una España de vencedores, e incluso miedo y supervivencia.

De ahí que aumenten, a medida que se suceden nuevos procesos, las declaraciones desfavorables, o aquellas otras que, siendo requeridas para juzgar nuevos hechos, vuelven a hacer referencia a los ya juzgados y sancionados. Todas ellas son valoradas con un rasero muy diferente a aquellas que —raramente— representaran exculpación y descargo para el inculpado, pues en el trasfondo permanece un ansia represora insaciable que influiría indeleblemente sobre las actitudes ciudadanas ante el Franquismo, ante sus propios vecinos, y en las formas de sociabilidad establecidas entre todos ellos en estos primeros años del Terror.

 

Toda la información ha sido extraída del sumario 5865/42, que se conserva en el Archivo del Juzgado Togado Militar Nº 24 de Málaga.

Fuente: http://www.fundacionalfonsoperales.com/acost/